Con la alegría en la piel
En la Huasteca hidalguense, en una esquina poco frecuentada de México, ciertas comunidades rescatan el orgullo de su cultura náhuatl. Por encima de otras tradiciones de la fiesta destaca la pintura corporal, costumbre prehispánica que alcanza la categoría de arte.
El diablo anda suelto en Coacuilco. Semanas atrás ya lo advirtieron los quiquixahuitles, me comenta Antonio mientras embadurna con un fango gris el pecho de su hijo. Por si acaso los imagino duendes, el viejo Terencio guiña el ojo, busca en su bolsa y muestra un instrumento de madera, con boquilla de carrizo embonada en hojas de piña: “esto es un quiquixahuitle”. Lo sopla. Entonces recuerda cómo del valle a la montaña y de la montaña al valle, su dulce lamento sonó en cada villa, eco encadenado, noche a noche más hipnótico. Todo el cielo. Luego enmudecieron y así fue el comienzo de las licencias del carnaval huasteco.
El sol multiplica su luz desde el pedregal que hace de playón frente al río. Aquí se han reunido los hombres —pero fueron los niños los primeros en llegar— de la pequeña comunidad de Coacuilco, a los pies de un cerro esmeralda y a media hora (bien podría creerse a medio mundo), por carretera, de Huejutla de Reyes. En eufórica laboriosidad los mayores preparan los pigmentos y el resto se pintan los cuerpos unos a otros. Varios diseños de estos cuadros abstractos vivientes guardan parecido; los más buscan, celosamente, la originalidad. Terencio está en humor de revelar secretos y me acerca al borde del río Calabozo donde las cubetas conforman un arco iris. El carbón, la piedra de tepetate, la corteza de árbol pemuche y la arcilla, diluidos al punto, dan los colores. “Al modo de nuestros antepasados”, anuncia orgulloso, antes de confesar que también hay pintura vinil en polvo. “Pero no tanta como en Huejutla ¿eh? Allá se olvidaron los flojos, allá todo lo compran en tiendas”.
Mezclados con manteca, agua o incluso aceite quemado de coche, los pigmentos son ya segunda piel de personas metarmofoseadas en quimeras cromáticas. ¿Qué falta? Los tocados de plumas, los sombreros de cartón y los machetes del mismo material. Tenemos pues, una cuadrilla de mecos cuyos gritos festivos aumentan de intensidad conforme se aprestan a marchar hacia el pueblo. “A por las mujeres”, me dice al oído Juanito.
“¿A por las mujeres?” —repito tontamente. “Pues claro, hoy es martes, nuestro día. Van a pagar lo que nos hicieron ayer”.
Con 1.40 de estatura —la medida incluye el sombrero de mimbre del que asoman dos cuernos— el cuerpo negro como el betún para resaltar las bandas blancas de la espalda surcada por la leyenda “fuera viejas”, que es toda una declaración de principios, el niño suelta un aullido y se incorpora al tropel. Toca acelerar el paso para no perderse el espectáculo…
Dentro de unos parámetros compartidos, los carnavales de la Huasteca hidalguense cambian de comunidad a comunidad. Pueden durar cinco o tres días, pueden ser más ascéticos o más epicúreos. De todo hay o no sería carnaval indígena, sincrético por antonomasia. Esperados con meses de anticipación —por eso los quiquixahuitles se complacen en alborotar la impaciencia— concitan, como es de esperar, alegría, bailes, gula y disfraces. En este punto comienzan las particularidades: la región, poblada de etnia náhuatl, revive costumbres prehispánicas ataviándose —detalle más, detalle menos— como los antiguos guerreros a los que hoy llaman mecos.
Armas y estrategias
Reencuentro a Juanito con las patrullas. Marciales, entran y salen de las casas, llevándose a las mujeres a un lugar habilitado como cárcel. La severidad y la efectividad es sólo aparente. A poco que uno observe se descubren flaquezas. La astucia femenina sabe ampararse con deliciosos tamales de zacahuil, de ajonjolí relleno de frijol y cilantro, en vasos de pulque. Ellos, de corazón y estómago débil, ceden fácilmente, olvidando la venganza y que tales alimentos fueron elaborados gracias al dinero de su rescate en la víspera. Según jura Terencio, el lunes —día de la mujer— madres, esposas e hijas se dieron buena maña para apresar hombres. Entraban bailando en las casas, convivían con la familia y, en el momento menos pensado, los hacían prisioneros. O bien los lazaban descaradamente por las calles, marcándolos con pintura para conducirlos, bajo coro de risas, a un recinto del que no podían salir hasta las doce. Y eso, previo pago de multa cuyo fondo se destinaría a los tamales.
En Coacuilco rara vez reciben visitas, ni siquiera de los pueblos de la comarca durante las festividades. Quizás sea la razón por la que no se sientan obligados a mantener un guión rígido y combinan los capítulos del carnaval libremente. En un abrir y cerrar de ojos, dos ejércitos mixtos están frente a frente, sobre líneas paralelas que se funden en una batalla fingida cuyo premio es la bandera carnavalera, símbolo del mal.
Los antropólogos tienen materia de discusión respecto a si son reminiscencias de las luchas de “moros y cristianos” traídas de España o bien es herencia anterior. En todo caso, la batalla cesa tan súbito como iniciara y el grupo pasa a convertirse en procesión que va casa por casa para entronizar a un vecino alzado en “volandas”. Y luego a otro, y a otro. La invaluable asistencia de Terencio explica el júbilo: ”Es un ritual para alejar los demonios y la mala suerte de la persona, para que tenga dicha todo el año. Así van a seguir hasta cansarse o hasta que merito se acabe el pulque…”
No espero a comprobarlo. Me despido discreto y tomo el coche para recorrer los kilómetros de tierra que me llevarán a Jaltocan. Igualmente un pueblo de montaña, pero más grande, con edificios de dos pisos y tiendas. Acaso esto explique las diferencias notables en su carnaval. Hay carrozas con reinas y comparsas, pero los mecos siguen siendo protagonistas. En la plaza, bajo una pérgola metálica y los sones de la banda municipal, hombres y mujeres ataviados de colorido prehispánico, aguardan el fallo de los jueces a la mejor recreación. Viéndolos así, con sus pinturas corporales, los penachos, los abalorios y las caracolas, uno se siente testigo privilegiado de una tradición rescatada de la noche de los tiempos. El mismo Bernal Díaz del Castillo no debió contemplar galas más asombrosas.
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