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El puerto de San Blas

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¡Oh campanas de San Blas, en vanoevocáis el pasado otra vez! El pasado permanece sordo a vuestro ruego,dejando atrás las sombras de la nocheel mundo rueda hacia la luz:el alba surge dondequiera.

«¡Oh campanas de San Blas, en vanoevocáis el pasado otra vez!El pasado permanece sordo a vuestro ruego,dejando atrás las sombras de la nocheel mundo rueda hacia la luz:el alba surge dondequiera.»

Henry Wadworth Longfellow, 1882

Durante las dos últimas décadas del siglo XVIII el viajero que, proveniente de la capital de la Nueva España, salía de la villa de Tepic con rumbo al puerto de San Blas, sabía que en esa parte final del trayecto tampoco quedaría libre de riesgos.

Por un camino real, recubierto con piedras de río y conchas de ostión, el carruaje comenzaba el descenso desde los fértiles valles sembrados de tabaco, caña de azúcar y plátano hasta la estrecha planicie costera. Zona temida en razón de los perniciosos efectos que las marismas producían en la salud de la «gente de tierra adentro.»

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Esta vía sólo era transitable en la temporada de estiaje, de noviembre a marzo, porque en las lluvias la fuerza del caudal de los esteros arrastraba las vigas de cedro rojo que hacían las veces de puentes.

Según los cocheros, en tiempo de aguas, ni aún a pie dejaba de ser una vía arriesgada.

Para hacer menos penoso el derrotero, a convenientes distancias había cuatro postas: Trapichillo, El Portillo, Navarrete y El Zapotillo. Eran lugares en donde se podía comprar agua y alimentos, reparar alguna rueda, cambiar caballos, resguardarse ante la amenaza de salteadores o bien pasar la noche en cobertizos de bajareque y palma hasta que la luz del amanecer diera la pauta para proseguir.

Al transponer el décimo puente, los pasajeros se encontraban con las salinas del Zapotillo; el recurso natural que, en gran medida, había posibilitado el surgimiento de la base naval. Aunque la explotación de la sal había sido vista varias leguas atrás, en la Congregación de la Huaristemba, estos eran los yacimientos más ricos, razón por la cual estaban emplazados aquí los almacenes del rey. En esa época del año no sería nada raro que un prolongado silbido anticipara el encuentro con los arrieros que, a lomo de mula, llevaban su blanco cargamento hasta Tepic.

La presencia de pequeños rebaños de vacas y cabras, propiedad de algunos oficiales de la compañía fija, anunciaban que pronto se comenzaría a ascender el Cerro de la Contaduría. En la cima, el camino real se transformaba en una calle de pronunciados desniveles, bordeada por casas con paredes de madera y techumbres de palma, que por el costado norte de la parroquia de Nuestra Señora del Rosario La Marinera desembocaba en la plaza de armas.

San Blas era un «punto fuerte» de la real armada de su majestad. Si bien predominaba una vocación militar defensiva, también era un centro administrativo y una ciudad abierta que en determinadas temporadas desarrollaba una significativa actividad comercial legal o clandestina. Al poniente, la plaza mayor quedaba delimitada por el cuartel general; al norte y al sur por casas de mampostería y ladrillo, propiedad de los oficiales y comerciantes principales; y al oriente con los pies de la nave de la iglesia.

En la explanada, bajo palapas, se expendían sombreros de palma, vasijas de barro, frutos de la tierra, pescado y carne seca; no obstante, ese espacio urbano servía además para pasar revista a la tropa y organizar a la población civil cuando los vigías, permanentemente apostados en puntos altos sobre la costa, detectaran la presencia de velas enemigas y con espejos dieran la señal convenida.

El carruaje continuaría, sin detenerse para nada, hasta quedar frente a la contaduría de puerto, ubicada casi al borde del acantilado que mira hacia el Océano Pacífico, este pétreo edificio era la sede de las autoridades militares y civiles que se encargaban de administrar a todo el Departamento. Allí, el comandante tomaría conocimiento de los recién llegados; recibiría las instrucciones del virrey y la correspondencia; y si corría con suerte los situados para pagar a sus tropas.

En el patio de maniobras, los costaleros descargarían los productos que en la primera oportunidad se enviarían a las misiones y destacamentos costaneros en las Californias, llevándolos, entre tanto, a la crujía destinada para almacén.

Por el costado norte de la contaduría del puerto, una calzada conducía hasta el San Blas «de abajo», en las márgenes del estero El Pozo, en donde vivían los carpinteros del cuerpo de maestranza y corte de maderas, los pescadores y los descendientes de los presidiarios que en 1768 sirvieron como pobladores forzosos para el nuevo asentamiento planificado por el visitador José Bernardo de Gálvez Gallardo y el virrey Carlos Francisco de Croix.

El Cerro de la Contaduría era el lugar de los grupos en el poder y las antiguas líneas de costa quedaban para los hombres que por sus actividades necesitaban establecerse en las cercanías del recinto portuario o pasar desapercibidos para la vigilancia castrense. La noche, más que para la reposición de las fuerzas, servía, a la luz de faroles de aceite, para ejercer un activo contrabando y visitar las tabernas «de abajo».

San Blas era un puerto fluvial, pues los prácticos traídos de Veracruz supusieron que El Pozo sería capaz de resguardar a varias embarcaciones, tanto de la acción del oleaje, como de las intrusiones piráticas, ya que la boca de un estero sería más fácilmente defendible que toda la extensión de una bahía. Lo que no pudo saberse en una inspección ocular era que el fondo de ese canal natural se azolvaba y, en poco tiempo, los bancos arenosos representaron un serio peligro para la navegación. Los bajeles de gran calado no pudieron entrar a puerto, teniendo que fondear, con varias anclas, en mar abierto y cargar y descargar a través de embarcaciones menores.

Esos mismos bancos arenosos resultaban de gran utilidad cuando se trataba de carenar o calafatear el casco de un navío: aprovechando la marea alta, se le atracaba en el estero cuando se retiraban las aguas, con la fuerza de decenas de hombres, se inclinaba sobre alguno de estos domos para introducir estopas impregnadas de brea o alquitrán en las tablas del forro exterior, que posteriormente era embetunado; una vez concluída una sección se ladeaba en el sentido contrario.

Los astilleros de San Blas no sólo sirvieron para dar mantenimiento a los buques de la Corona Española, sino que incrementaron su flota. En las riberas se levantaban parrillas de madera en donde se daba forma al casco, que luego había que deslizar, a través de fosos cavados en la arena, hasta el agua en donde se le colocaba la arboladura. En tierra, bajo galerones de madera y palma, diferentes maestros dirigían el secado y corte de las maderas; la fundición de anclas, campanas y clavazones; el preparado del alquitrán y el anudado de la cordelería. Todos con un mismo objetivo: botar una nueva fragata.

Para defender la entrada al puerto, sobre el Cerro del Vigía, se levantó el «castillo de la entrada» para proteger el acceso por el estero San Cristóbal. Sobre Punta El Borrego se edificó una batería; la costa entre ambos puntos quedaría custodiada por fortalezas flotantes. En caso de un inminente ataque, el edificio de la contaduría tenía, en sus terrazas, cañones dispuestos a abrir fuego. Así, sin ser amurallada, resultaba una ciudad fortificada.

No todos los enemigos venían del mar: la población estaba expuesta a constantes epidemias de fiebre amarilla y tabardillo, a la inclemente picazón de legiones de jejenes, a la furia de los huracanes, a incendios generalizados que la centella de algún relámpago causaba sobre los techos y al afán de lucro de comerciantes «bayuqueros» que bien conocían la extrema dependencia del abasto externo. Una tropa enferma, indisciplinada, mal armada y uniformada, pasaba buena parte del día en la embriaguez.

Como otros puertos novohispanos, San Blas experimentaba grandes fluctuaciones poblacionales: un gran número de trabajadores se contrataban en los astilleros cuando se estaba armando un barco; la «gente de mar» se reunía en la base naval cuando estaba por zarpar una expedición a San Lorenzo Nootka; unidades militares en tránsito cubrían los puntos fuertes cuando existía el peligro de una agresión; los compradores acudían cuando la sal estaba ya en los almacenes.

Y religiosos, soldados y aventureros pasaban a la villa del cerro cuando estaban a punto de partir las periódicas travesías a San Francisco, San Diego, Monterrey, La Paz, Guaymas o Mazatlán. De siempre se oscilaba entre el bullicio de la feria comercial y el silencio del abandono.

Fuente: México en el Tiempo # 25 julio / agosto 1998

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