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Arte y Artesanías

¿En dónde quedó el glamour?

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¿Dónde quedó la elegancia que Dolores del Río y María Félix nos mostraban en las películas de los años cincuentas?

¿Dónde quedó el aroma a perfume caro como Tabú o Chanel no. 5 que las mujeres de la época dejaban esparcido en los elevadores? ¿Cuándo decidimos las mujeres cortarnos el pelo y ya no cuidar más las largas melenas rizadas, a veces artificialmente, que reposaban sobre los hombros desnudos de un escotado traje de noche? ¿En qué armario permanecen abandonados los sombreros que usaban los señores, los trajes de casimir inglés con los sacos largos, largos? 

En algún lugar están los zorros y las martas que eran tan usuales para ir al “centro” de compras, para acudir al teatro, para hacer una visita, eso sí, siempre sobre un sobrio traje sastre de lana acinturadito, bien cortado y muy estilizado. Por ahí arrumbados deben permanecer los sombreros, con plumas y velos que caen sobre la cara. Junto con las pieles también reposan las corbatas anchas, los yugos para el cuello, las mancuernillas y los pisacorbatas. A su lado descansan los vestidos de algodón con estampados de florecitas que las jóvenes vestían para “ir a trabajar” y los suéteres, las medias de seda y los zapatos de altísimos tacones que eran una tortura para los pies y una delicia para la vista, sobre todo masculina. 

La moda es el reflejo de los tiempos, y en esta época los motivos y las prendas mexicanas no estaban en boga; aunque algunos diseñadores intentaron integrar piezas como el rebozo a la indumentaria femenina no tuvieron éxito, porque se imponía la influencia francesa y más tarde la norteamericana. Las modelos debían ser “güeritas”, delgadas, altas y de ojos azules.  Recordemos que estamos en la posguerra, cuando las mujeres entran de lleno al mundo del trabajo, un momento en el que empiezan a cambiar su forma de vivir y se hacen más competitivas. Ahora es necesario vestirse de otro modo, porque “ya no da tiempo de nada”. Por supuesto, la ardua tarea de cuidar los trajes de lana o algodón, la molestia de tener que planchar las camisas y las blusas se convierten en actividades casi opresivas, sobre todo cuando no hay servicio en la casa. Por eso y por muchas razones más los diseñadores inventan las fibras sintéticas que se lavan fácilmente, se secan solas y no hay que plancharlas.  Hacia finales de los años cincuentas el clamor es la comodidad en el vestir.

Al mismo tiempo las faldas empiezan a acortarse, gran tragedia para quienes consideran que enseñar las piernas por encima de la rodilla constituye un ataque a la moral; sin embargo, el signo de los tiempos debe prevalecer, el mundo está cambiando y con él la moda mexicana. Así hace su aparición el “chemise”, prenda holgada y muy cómoda ya elaborada con fibras sintéticas como el nailon y que representa toda una renovación en la moda de la juventud, pero algunas “niñas de buena familia” llevan vestidos “ampones” con varias crinolinas. Los suéteres de “balón” se imponen y poco a poco las mujeres entramos al mundo del pantalón; las jóvenes usan “pescadores”, hasta la pantorrilla, y las mayores los llevan combinados con un saco.

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Para muchos, una mujer que usa pantalones no es muy bien vista.  En los sesentas los diseñadores jóvenes en espíritu apoyan la minifalda y la línea “unisex”, y los lentes de insecto, y al compás de la música de los Beatles se destroza la vieja tradición de la moda. Ahora los pantalones de terlenka, detenidos en la cadera y de “pata de elefante” se usan por doquier; las camisetas de algodón empiezan a imponerse y son los varones quienes llevan el pelo largo, las mujeres, cortísimo. Los colores brillantes son los preferidos, las combinaciones audaces y los diseños geométricos –“pop art”– aparecen con profusión. Se inicia también el imperio del plástico sobre todo en los accesorios, que se vuelven baratos y desechables y combinan con los collares “étnicos”, la chaquira, y las piedritas.  Los pies, al menos los de los jóvenes, dejan de sufrir, los huaraches y las sandalias entran de lleno al escenario, aunque los zapatos cerrados siguen siendo puntiagudos y con tacón alto y fino. Muchas jóvenes de entonces nos trepábamos a las plataformas para “vernos más altas” y para correr el riesgo inminente de rompernos un tobillo. ¡Qué gusto poder contemplar una falda minúscula acompañada con unas botas para bailar “a go-go”! El varón se inclina por los cuellos Mao y en lugar de camisa llevan suéter de cuello de tortugabajo el saco.

Incondicionalmente nos rendimos a la influencia del cine norteamericano: chamarras de piel con cuello de borrego al estilo James Dean. Solamente los señores de cierta edad siguen aferrados al traje y la corbata para ir a trabajar. Las clases populares se uniforman con overoles. A partir de ese momento empieza a popularizarse la mezclilla, que se convertirá en una tela imprescindible hacia los ochentas y noventas; los “jeans” se convierten en el nuevo vestuario adoptado por todas las clases sociales.  En estos años la gran innovación es la ropa fabricada en serie. Todos los almacenes, desde los más elegantes, como El Palacio de Hierro o el Puerto de Liverpool, hasta las modestas accesorias del mercado de La Lagunilla, ofrecen modelos semejantes.

 La diferencia estriba en los materiales o fibras con las que son elaborados, en el corte y la costura más o menos bien hechos y desde luego en las marcas. Ahora la moda se unifica y se hace más democrática, las diferencias sociales tienden a diluirse, sólo la clase alta siguen comprando en Europa o en Estados Unidos.  Un año de transición en la industria del vestido es 1970, las fibras naturales pasan a la historia. El futuro está en los materiales sintéticos. Los más jóvenes empiezan a usar la moda “disco”, camisas de grandes cuellos con sacos largos y pantalones acampanados; las mujeres gustan de las blusitas de manga corta y abombada que se ajustan con una jareta y su respectivo moñito, combinadas con pantalones bordados con flores –casi siempre girasoles– o pequeños animales, y suecos en los pies. Todavía predominan los colores brillantes y las chicas se dejan crecer la cabellera que debe ser lacia, aunque las más conservadoras llevan peinados muy altos y esponjados a fuerza de “crepé” y con bastante laca para que no se mueva ni un pelito. Los hombres se inclinan por la brillantina que reluce y mancha todo de grasa.  Hacia los ochentas cambian los colores, se vuelven tonos pastel, más tenues y muy definidos: blanco o negro.

El nailon, la lycra y el rayón no pueden faltar y hasta los diseños más sofisticados están elaborados con estas fibras sintéticas. Las formas también cambian: las blusas se hacen más sencillas, los pantalones se pegan al cuerpo y cada vez hay más prendas de piel. La moda se hace más y más cómoda, más “casual”, menos formal. Por ejemplo, los pants con tenis, que llegaron para quedarse y pronto se convertirán en el uniforme de las señoras que cada mañana veremos hasta los noventa, afueran de las escuelas, en el súper mercado y en los almacenes departamentales. La mezclilla sigue usándose, pero ahora deslavada y en otros colores: gris, café, blanca.

Los zapatos indispensables son los “marineros” con agujetas, tanto para los hombres como para las mujeres. Ya para estos momentos el traje sastre ha sido casi abandonado y los vestidos de una pieza se usan mucho más, así como las faldas estrechas y cortas y las blusas que se convierten “de día” a “de noche” simplemente agregando algunos accesorios como chales y pañoletas. Hacia el final de la década de los ochentas vuelven a ser complemento indispensable los sacos femeninos y el suéter empieza a olvidarse. Los hombres mantienen los modelos clásicos, aceptan menos las innovaciones o por lo menos las integran a su vestuario más lentamente, aunque los cambios se dan en sus sacos con o sin abertura atrás y más o menos cruzados; los cuellos se adelgazan y se ensanchan sucesivamente; en fin modificaciones hay, pero en el vestuario femenino son mucho más notables. 

La historia de la moda evoluciona considerablemente a partir de los años noventas. Actualmente existe un gran pluralismo, todo se vale, casi todo se usa, hay una reconsideración acerca de las telas y el retorno de las fibras naturales: algodón, lino (aunque se arrugue), lana, seda y sus combinaciones en prendas cómodas y “casuales”; las fibras sintéticas siguen siendo importantes, pero ya no básicas. Hacia los últimos años del siglo XX surge una fuerte corriente que rescata la moda de los años sesentas y setentas. De nuevo los pantalones de “pata de elefante”, los estilos hippies; las plataformas y los punk. Es el regreso a la naturaleza y a los estilos folclóricos que ahora coexisten con los modelos futuristas y underground.

Los y las jóvenes han adoptado estilos muy definidos y colores aún más, por ejemplo el blanco y el negro. Entre las personas de mayor edad impera la idea de mantener una forma de vestir elegante y cómoda a la manera tradicional, pero es un hecho que vuelve al escenario el traje sastre, ahora con pantalón o falday la blusa con saco, más que los vestidos completos. La modernización del calzado es notable, ¡no más dedos comprimidos!, ya nos hemos acostumbrado a las hormas anchas, las puntas cuadradas y los tacones más gruesos. 

En México es posible encontrar todos los avances de la moda, la hay para todos los gustos, de todos los precios, no prevalece un estilo dominante; también es oportuno señalar que las prendas de origen étnico mexicano y los diseños que incluyen motivos nacionales son cada vez más populares. Hacia el final de la década de los noventas asistimos a la reivindicación del rebozo como un complemento elegante, muy bien visto socialmente y que de nuevo ha alcanzado gran popularidad. A lo largo de estos 50 años hemos ganado en muchos aspectos, nos hemos vuelto más internacionales; sin embargo, yo sigo pensando que en alguna parte, en algún cajón de un closet, se quedó adormecido el “glamour”. 

Fuente: México en el Tiempo No. 35 marzo / abril 2000

autor Conoce México, sus tradiciones y costumbres, pueblos mágicos, zonas arqueológicas, playas y hasta la comida mexicana.
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