6 escenas para recordar a Hermosillo, Sonora
Hermosillo está lleno de personas calidas que le dejan al viajero una amplia lista de recuerdos, aquí los de nuestra viajera experta.
Tiene un cerro breve justo en el centro y personas tan cálidas como los días. Un río pasa. El mar está cerca, también las dunas que con el agua salada se juntan. Este es el Hermosillo que recuerdo. No del que debo platicar sino al que regreso con la mente cuando quiero.
No hay ciudades enteras para la memoria. Solo fragmentos a los que se vuelve. Estas son seis escenas en Hermosillo que se quedaron conmigo. Hay algo de mar y desierto en ellas, de noche, de cervezas. Hacía calor, claro, pero lo recuerdo menos. Aparecen con mayor intensidad los rostros de Juan Carlos y de Ramsés, y esa tienda donde obtuve mi atrapasueños.
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Pendientes de arena
Solo una vez había buscado el equilibrio en una tabla. Fue en Huacachina, un ondulado desierto peruano interrumpido por un oasis. Poca pero grata es mi experiencia. Con ese breve antecedente llegué entonces a las Dunas de San Nicolás, ya próximas a Bahía de Kino, para hacer sandboard.
El sol, en los meses sonorenses más calurosos, regala poco tiempo para estar en la arena. A las diez de la mañana mis pies comenzaban a quemarse con cada hundido paso. Andaba en calcetines. Pude recorrer antes con sosiego, tabla en mano, las montañas de arena.
Mi guía era Juan Carlos Tostado. Recuerdo su silueta en la cima de la duna que elegimos. Yo resbalaba, mientras su sombra se volvía lejana y el mar al fondo me quedaba más cerca. Sigo siendo principiante pero gané confianza al deslizarme. Bajé una y otra vez, sin maromas ni vuelcos, la pendiente más suave, la de menos longitud. Quiero volver.
El reflejo y la espuma
Medianoche. Sentada sobre un banco con los codos en la barra, miro en la ventana frente a mí mi propio reflejo. Fuera de foco, las luces del exterior adornan los ruidos en la calle que ya no escucho por estar rodeada de voces y vasos y desapercibidas ceremonias de interior.
Pasan al otro lado del cristal siluetas aisladas o en pares. Buscan, imagino, lugares como en el que me encuentro: Espuma Artesanal es un sitio pequeño y ya está lleno. Menos son ya las familias que rondan el centro de Hermosillo a esta hora, pero todavía atraviesan la cercana plaza principal como si en presencia de la Catedral el paseo fuera a durarles más tiempo.
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Vuelvo a la cerveza en mi mano, anhelo sin saberlo una experiencia comparable. Es artesanal, todas en este bar lo son. En un alto pizarrón se leen aquellas de barril disponibles. Me interesan las regionales, así que me demoro en la espuma de una IPA llamada Trigonométrica, de la cervecería Venado. Sensación de contento. Distendida, la velada da vueltas en cada amargo trago.
Mi atrapasueños
Es de los kikapú y lo tengo colgado en un rincón de la sala. Nada pesa. Sus cinco plumas morosas se mueven si la ventana queda abierta. La red del centro tiene una diminuta piedra azul en la que siempre cae mi mirada. Viajó conmigo desde Hermosillo. Era un objeto más entre múltiples maravillas y trabajo me costó escogerlo. Ahora es mi atrapasueños.
Recuerdo bien la tienda de artesanías de donde provino. La encontré en un segundo piso, en la Plaza Bicentenario. Ahí se acumulan piezas elaboradas por las ocho etnias indígenas de Sonora. Entrar a Lutisuc (lutisuc.org) fue descubrirlas.
Unos cuantos metros cuadrados reúnen las cosas que un viajero tardaría semanas o acaso meses en coleccionar. Ahorrada la sudorosa tarea de ir tras aquello que con las manos confeccionan los pueblos del desierto, la sierra y los valles, solo podía desperdigar mi admiración. Vi la destreza de los pápagos para tallar madera, las canastas de torote que tanto tardan en hacer los seris, máscaras e instrumentos rituales de mayos y yaquis, los adornos de chaquira que utilizan los cucapá, el universo bordado de pimas y guarijíos. Vi tanto más.
Al otro lado del río
Sigo el corto vuelo de las circunferencias de masa. Un segundo atrás, son bolitas de harina de trigo que las manos de una mujer transforman en círculos. Revolotean desde sus dedos hasta la mesa, y la acrobacia deja listas las ruedas para que encima de ellas caiga el piloncillo —panocha le llaman en el norte—. Ese es el relleno y el principio de las coyotas, el postre que la gente de Sonora procura. Grasa vegetal, sal y azúcar completan la receta.
La misma escena que ahora veo ocurre desde 1954. En ese año, María Ochoa González inauguró la fábrica que lleva su nombre: Doña María (coyotasdonamaria.com). Las instalaciones siguen en su sitio y aquí estoy, al otro lado del río Sonora, en el viejo barrio de Villa de Seris.
Otras empresas se han sumado alrededor. Me acerco al horno de leña, las coyotas entran al calor ordenadas sobre una bandeja. Dicen que el aroma es el mismo, aunque los años hayan traído diversidad al dulce que va por dentro. Ahora, al morder la horneada tradición de Hermosillo, aparecen sabores distintos: jamoncillo, higo, membrillo, guayaba, manzana, chocolate, tal vez piña.
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Una tarde en Bahía de Kino
Ráfagas verdes y una línea azul, intermitente, en la ventana del automóvil. Tanta celeridad acaba en nada. Los cardones se quedan atrás al igual que Bahía de Kino. El Mar de Cortés es, mientras me alejan los neumáticos, casi un recuerdo. Atardece. El sol bajo incide en los gigantes cubiertos de espinas, se vuelven dorados. Es cuando hay que fotografiarlos. Así lo hice.
Pienso en lo visto por el Padre Kino. De haber tenido cámara el jesuita habría guardado para ulteriores ojos la bahía del siglo XVII. No la imagino tan distinta. Lo que ha cambiado no es el paisaje sino lo que en él vivimos.
Dos cosas, imposibles para el misionero, me entretuvieron aquí en el futuro: me enfrenté en paddleboard a un estero de Kino Viejo y conocí el Museo de los Seris en Kino Nuevo. En el agua aprendí a inclinarme solo lo suficiente para desplazarme, divertida, de pie sobre la tabla.
En el museo supe de los comcáac, la etnia que habita dos comunidades frente al mar: Punta Chueca y El Desemboque. Me encontré con las leyendas que de otro tiempo les quedan, los objetos que elaboran y la forma como pintan sus rostros durante sus estas. Generaciones de seris atrás, el sacerdote italiano se cruzó en su camino. Sus costumbres lejos estaban de ser material museográfico.
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La hamburguesa con un hueco
Llega a la mesa una tabla con un pequeño mantel cuadriculado, de papel. Encima, acompañada de papas sazonadas, una hamburguesa. Se llama Mamut y el pan tiene un hueco en medio. El interior es un mundo en fuga: carne molida envuelta en tocino y rellena de queso cheddar con jalapeño, una costra de queso mozzarella, cebolla caramelizada y salsa de aguacate.
Aplazo cada bocado. Estoy en Mastodonte, el gastropub de Ramsés Rodríguez, un amigo ganado días atrás en una feria en el centro de Hermosillo. Sentados junto a mí, los maestros cerveceros de cuatro marcas locales: Bandido, Venado, Buqui Bichi y Velódromo.
También ellos conocen a Ramsés, pero me llevan ventaja en tiempo. Ríen con él en pasado. Sus conversaciones son islas de las que entro y salgo. Me distraigo. Observo a ratos el camino de las cervezas por ellos fabricadas. Se sirven aquí de barril, junto con otras venidas de Baja California y Estados Unidos. Todas flotan de la barra a las mesas a los animados rostros de los comensales. Una banda, al fondo, dispone sus instrumentos. En cualquier momento comenzarán a tocar.
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