Tejedoras y difuntos en Chenalhó
Así se conmemora el Día de Muertos entre los tzotziles de Chiapas. Un evento en donde los muertos podrán pasear, tomar posh y hasta platicar sobre su vida.
Durante la fiesta de las ánimas, los tzotziles de Chenalhó tienden una cuerda que va del campanario a las tres cruces que están en el atrio.Con esto crean un espacio sagrado en el que los muertos podrán montar a caballo, pasear, tomar su posh y su pilico o platicar como lo hacían en vida. En la mitad del corazón del territorio tzotziles se localiza San Pedro Chenalhó, una gota de sangre antigua, profunda y primigenia en el fondo de los tejidos montañosos que conforman los altos de Chiapas. Chenalhó es un bastión de resistencia étnica y orgullosa maya; un lugar de pasos perdidos y reencuentros mitológicos; un tiempo presentado entre oleadas de visiones del pasado que llevaban al visitante a ponerse en contacto directo con nuestras raíces.
El caserío esta hundido en el seno de una cañada que al oriente tiene una pared que se levanta hasta tocar las nubes e impide por muchas horas el paso de los rayos solares del amanecer. Este muro es el cerro Baj Xulúm. Desde su cima, muy arriba, a lo lejos, podemos ver los pequeños puntos blancos y negros que descienden en espiral, como hormigas con paso firme y ordenado, entre los titánicos pliegues de piedra y vegetación. Después sabremos que traían cargando la leña, el guajolote, los bultos de maíz, las verduras y que vienen descalzos o de huaraches, vestidos con manta, lana y sombreros redondos que en vez de plumas lucen listones de colores. Al final de la empinada vereda entran al Lum, centro ceremonial de Chenalhó; sus rostros parecen escapados de las lápidas de Palenque y Yaxchilán.
Es día sábado, día de mercado. De Yacteclúm, Magdalenas, Santa Martha de las tierras frías y calientes que abarca el municipio, llega la gente a la plaza a vender y a comprar, a dejar sus velas a San Pedro y, en esta ocasión, a adquirir lo indispensable para el festejo de los que vienen una sola vez al año. Nosotros estamos aquí como en otro país o en otra dimensión, escuchando una lengua extraña, entre seres de singulares vestiduras que nos miran primero con curiosidad y luego como si no existiéramos.
La voz en castellano del maya José Pérez nos retornan a la realidad: “¡Vamonos, ya están reunidas las Manos Que Trabajan!”Cuenta la tradición que la Virgen María enseñó a bordar y a tejer a las mujeres pedranas. Ella les dio el secreto para extraer el jugo de los colores de la naturaleza y los trazos geométricos del cosmos. Para ellas, hacer la ropa es una profesión divinas exclusiva para las damas y sólo tan importante como dar a luz a los hijos. Simbólicamente, las tejedoras son la primavera que cubre a los suyos como las flores al campo; cada prenda salía de sus dedos es un acto creativo de protección y supervivencia cultural, étnica, una frágil barrera ante los embates de idiosincrasias ajenas. Las tejedoras de Chenalhó han tratado de conservar intactas las enseñanzas de sus abuelas. Para obtener sus colores emplean substancias naturales: el rojo lo extraen de la madera del palo de Brasil o mulato; para el amarillo buscan la enredadera conocida como barba de león y el negro lo sacan de un lodo de montaña mezclado con una tinta comercial.
El palo para hilar y los telares son iguales a los que aparecen en los códices prehispánicos y también emplean el comén, artefacto de madera para medir el hilo. Así lo aprendemos de Doña María Pérez Peso, dirigente natural por su edad y conocimiento de las Tas k’ Obík X’ Amtejík, las Manos que Trabajan, de Chenalhó y que desde hace años ha luchado junto con otras tejedoras chiapanecas por revalorizar este oficio que algunos catalogan como poesía sin palabras, música sin sonido y canto sin melodía. Este grupo de aproximadamente 40 mujeres pedranas y algunas chamulas avecindadas en Chenalhó elaboran, exponen y venden prendas de tipo artesanal como bolsas, tapetes, cintas, manteles, camisolas y otros artículos finamente tejidos y bordados, sin contar los atuendos de uso cotidiano con los que se visten ellas y sus familias. Las Manos que Trabajan se reúnen a tejer los fines de semana o cuando hay un evento cultural que les permita presentar sus productos: entonces, los visitantes pueden convivir con ellas y adquirir a buen precio y sin intermediarios sus modestas obra de arte, de hecho desde el pueblo mágico de San Cristobal de las Casas se pueden tomar tours que te llevan a conocer estos pueblos.
Pasado el medio día cuando salimos del taller de las tejedoras para visitar otra casa tradicional, al lado del arroyo San Pedro. El silencio es tan fuerte como la resolana, pero lo quiebra rápido el griterío de unos vaqueros tzotziles a pie que arrean una res al matadero: “ En la madrugada la sacrifican” nos comunican. Es para el cocido con verduras que se les da a las almas.
Así fue como conocimos a uno de los profesores, su nombre era José, con quien gracias a su hospitalidad y traducciones, pudimos atisbar un poco ese mundo reservado que es la celebración de las ánimas en una comunidad tzotzil. Con él se abrieron puertas que de otra forma hubieran sido inexpugnables. Quince días antes del primero de noviembre subimos al Cerro de la Cruz, en donde se localiza el camposanto. Ese día se dieron cita los hombres del poblado para realizar la limpieza general del área. Con machetes y coas quitan la maleza y emparejan el zacate: “ Son más de 280 personas», nos explica también Manuel, quien se une a la plática. «Empezamos casi juntos desde la siete de la mañana y estamos unidos los tradicionales, los caxlanes (mestizos) y los evangelistas”.
Los tres grupos de Chenalhó guardan por unas horas sus desavenencias y trabajan hombro con hombro para que el panteón este presentable durante la celebración de las almas. Aquí el culto a la muerte conglomera a la comunidad y de una manera práctica se fraterniza con una finalidad más mística que de limpieza. La ultima noche de octubre conocimos al tzotzil José López y a su esposa Oralia Pérez . La señora llevaba su mochibál o toca de manta y él vestía xakitaíl (chamarro o cotón negro) llevaba un lixtón pixkolal (sombrero de listones), y un gran pañuelo blanco y rojo colocado al cuello como bufanda: el pok’il, que se usa en ocasiones especiales. Don José López parece un hombre de 50 años pero tiene 74. Pelo color azabache, dentadura completa y envidiable estado, vista de águila y complexión robusta, piensa vivir muchos años. Su Papá, don Miguel López Komate, murió, aseguran a los 120 años.
La foto de don Miguel López Komate está en el centro del altar, entre canastos de chayotes hervidos, naranjas, jícaras de posol agrio y tamales de pictubíl (fríjol tierno) y chencubá (fríjol molido); hay también pequeños ramos de potzó nichím (cempaxóchitl) y velitas de cera de colmena que se elaboran especialmente para la ocasión. Para los tzotziles el paraíso de las alma se llama katibak, y para llegar a él hay que cruzar un río con la ayuda de un perro negro. Las mujeres que mueren al dar a luz van al Vinajél, situado en el sol; allá van también los ahogados, los fulminados por un rayo y los asesinados. Según esto, el Vinajél es algo así como el tlalocan o paraíso de Tláloc plasmado en los murales de Teotihuacan. Por su parte, el ánima de las criaturas vive en los árboles del Vinajél y se alimenta de su savia y de sus frutos. Todas las almas alcanzan el Katibak o paraíso (los malos después de pagar por sus pecados o delitos) y viven allí en abundancia, rejuveneciendo por muchos años para al final regresar a la tierra y nacer nuevamente.
El alma de los muertos tzotziles sólo viene el primero de noviembre, pero puede entrar en los sueños y dar consejos o castigar a los durmientes. Es fuerte el amor que los pedranos demuestran a sus seres perdidos y cuando los recuerdan lloran con verdadero sentimiento aunque tengan varios años de finados. La atmósfera de recogimiento y respeto es palpable, y a diferencia de otras partes, la sk’in ch’uelelalo o fiesta de las almas es motivo de duelo y de tristezas. Eso sentimos en la casa de José López Hernández y en los otros hogares que visitamos la última noche del mes de Octubre. A diferencia de los mestizos que celebran a las almas el día 2 de Noviembre, los pedranos las reciben el primero. En la oscuridad del amanecer suenan los tambores, truena los cohetes , se echan a volar las campanas para orientar a las ánimas en su camino de regreso, y se reúnen las mayores autoridades municipales y tradicionales para recorrer los puntos sagrados de Lum, rezar al pie de las tres cruces tzotziles y prepararse para dejar el cargo por 24 horas y convivir con el alma de sus seres queridos sin ningún compromiso público.
Vestidos de gala y cada uno con su bastón de mando, los mayores oran ante las puertas de la Iglesia de San Pedro y pasan al interior de lo que fue parte de la casa cural y que durante nuestra visita funcionaba como presencia municipal. Ahí se sientan en largas bancas a escuchar los saludos de las personas que los suplirán en sus funciones durante la visita de las almas. Los aspirantes llevan como regalo pequeñas jícaras de atole agrio envueltas en paños ricamente bordados. Con mucha reverencia y humildad se ofrecen a tomar el cargo y ser parte del llamado gobierno de los muertos. Después de que se han consumado los requisitos tradicionales, los Mayores entregan a los suplentes sus bastones, sombreros y chamarros de lana y los visten con ello; desde ese momento, los suplentes se convierten en autoridades por 24 horas y los otros en simples civiles que subirán al panteón, beberán posh (aguardiente) y comerán en la compañía etérea de las almas, relegados totalmente de las funciones que los ocupan los otros 364 días del año.
Antes de que se efectúe el cambio de Mayores, las mujeres pedranas sacan a pasear las imágenes de las vírgenes por el centro del poblado. Primero viene un grupo de banderas, luego las dos imágenes cargadas por jovencitas y atrás las mujeres de los principales. Los mayores cierran la procesión que da tres vueltas al cuadrante de la plaza entre espesas nubes de copal y sonido de tambores. Es la purificación del Lum; Chenalhó esta listo para recibir a los que bajan del Katibak y el Vinajél. Un lazo amarrado del badajo de la campana principal desciende hasta donde esta una tríada de cruces al frente de la puerta del templo de San Pedro, formando una línea semivertical. Esta cuerda tendida tiene dos funciones, nos explican, tañer con ella las campanas sin necesidad de subir al campanario (los tañidos son constantes durante toda la celebración) y crear con esa línea un espacio imaginario, un centro ceremonial aparte por donde las ánimas pueden montar a caballo, pasear, tomar su posh y su pilico o platicar como la hacían en vida en el Lum de la realidad.
Este lazo tendido entre el campanario y las cruces es pues, en su verticalidad, el espacio social y público de las almas, por eso al pie de esta raya trazada entre el inframundo y la tierra realizan sus funciones los Mayordomos de la celebración de los muertos; ahí, sentados en bancas pasaran la noche tocando las campanas y atendiendo los problemas que se presentan durante el festejo. Nosotros subimos al Cerro de la Santa Cruz, al camposanto, en compañía de don José Pérez y su familia.
En la ladera, tan vertical como la cuerda de allá abajo, están las humildes sepulturas tzotziles, pequeños montículos de tierra que se distinguen por las capas de juncia- agujas de pino- que las adornan y refrescan con su aroma. Sobre ellas hay ramitos de potzó nichím atravesados por velas negras de cera de colmena, botellas con refresco y aguardiente, cajetillas de cigarros y cacahuates. Abundan también las jícaras de atole agrio y las verduras. Un par de grupos con arpas, guitarras y violines ejecutan melancólicas melodías tzotziles que impregna todavía mas de tristeza las lagrimas y las oraciones de los que rezan hincados y con las manos en actitud de implorar, de los que inclinados tocan el suelo con la frente y de las mujeres que cubren su rostro con el mochibál.
Los tzotziles les hablan y les lloran a sus muertos en voz alta. Los saludan en su llegada y les piden que disfruten las viandas preparadas para ellos. Los vivos solicitan protección a sus seres en el más allá para que el año siguiente pedan seguir recordándolos y llevándoles sus respectivas ofrendas. Las chulels o almas son invitadas a visitar su antiguas moradas y los alimentos llevados al panteón son solo una muestra de las delicias que les esperan en el poblado. Los espíritus bajan al caer el sol, y en ese instante los deudos encienden velas negras grandes para los adultos y pequeñas para los niños.
Las candelas – dice don José – son también comida para las almas. Las familias velan toda la noche y comen y beben pero no de los alimentos del altar, que solo tocan hasta el día siguiente, cuando termina la celebración. También toda la noche las autoridades de los muertos mantiene una gran hoguera para que se calienten las almas que circula por la línea de la cuerda y cuatro músicos tocan para que estén contentas. Así amanece el día dos y en las casas se reza para el despido de las ánimas.
Al medio día estas se van por donde vinieron, se desamarra la cuerda y los Mayores o Mayordomas de las almas retornan los atuendos y los cargos a las autoridades del mundo de los vivos, que llegan medio crudos y desvelados a recibirlos. De esta manera culminan las celebraciones en honor a la vista de las almas de Chenalhó y nosotros damos marcha atrás y el carro, como máquina del tiempo nos arranca de esa dimensión tzotzil en donde conviven lo arcáico y lo vigente, la expresión sencilla y lo orígenes insondeables, ese universo que al fin de cuentas es la más pura proyección de nuestro México.
¿Quieres escaparte a Chiapas? Descubre y planea aquí una experiencia inolvidable