Viaje al Espinazo del Diablo (Durango)
Lee esta fascinante crónica de un viaje al Espinazo del Diablo, en la Sierra Madre Occidental, en Durango.
Siempre que alguien repetía la frase “Espinazo del Diablo” en el curso de una conversación, sabíamos que se iniciaría un relato en el que estaban implícitos los riesgos, la aventura y la emoción. Muy pronto estaría yo frente a la disyuntiva de ir a su encuentro cuando el chofer de un desvencijado autobús preguntó a los pasajeros: “Quieren bajarse y caminar o pasan conmigo el Espinazo del Diablo”.
Estábamos en la parte más alta y peligrosa de lo que en esos años era todavía una brecha que iba del soleado puerto de Mazatlán a la ciudad de Durango. Recuerdo que mi madre me dijo, con ese desplante de norteña que siempre la caracterizó: “No te muevas, que se bajen los collones”. Seguimos adelante, la brecha se estrechó, a los lados del camino los pasajeros miraban por las ventanillas y se aferraban al pasamanos de sus asientos. El ruido del motor se hizo ensordecedor, las señoras se santiguaban y se mantenían con el avemaría en la boca. El autobús dio el último jalón, la carrocería se estremeció, pensé en ese momento que nos iríamos al precipicio… pero por fin salimos y unos kilómetros después llegamos a una pequeña planicie. El sol empezaba a caer.
El chofer gritó: “Llegamos a la ciudad, vamos a descansar unos minutos”. Bajamos del camión, la nieve suelta, blanca y suave, me invadió los zapatos, el paisaje era arrobador. El chofer enfiló hacia una de las casas construidas con troncos, la chimenea mostraba señales de vida, se antojaba algo caliente, aunque la temperatura aún no era muy fría. Estábamos en “la ciudad”, en un pequeño caserío de leñadores que por esos años se encontraban totalmente alejados del mundo.
Bosques de encino y pino nos rodeaban, gran parte de la Sierra Madre Occidental, sobre la que se eleva la brecha, mantenía su vegetación intacta. La palabra “biodiversidad” no se había inventado todavía y los problemas de deforestación, aunque ya eran importantes, no tenían la gravedad de ahora. Al parecer la conciencia sólo despierta cuando ya es demasiado tarde.
Nunca supe si se trataba de un restaurante o de una cantina, lo cierto es que el bar y la cocina funcionaban al mismo tiempo, atendiendo a los lugareños y a los que, como nosotros, se aventuraban por esa ruta poco transitada. El menú se reducía a carne asada, carne seca, frijoles y arroz. En una esquina, tres parroquianos acompañados de una guitarra entonaban el corrido de Benjamín Argumedo. Nos acomodamos en una mesa con mantel de plástico de cuadros blancos y rojos.
A mi mente vinieron otros viajes: el que habíamos hecho años atrás para visitar Yucatán siguiendo la carretera de la costa, que todavía no tenía puentes y que para cruzar los ríos teníamos que hacerlo en pangas; el azaroso viaje de Tapachula a Tijuana a bordo de los trenes que por aquellos tiempos hacían el recorrido en un buen número de días; la visita a Monte Albán en un viaje México-Oaxaca que tenía como prólogo miles de curvas sobre la carretera. Todos esos viajes fueron largos, incluso cansados, llenos de sorpresas y de matices, pero en ninguno de ellos habíamos estado en un lugar tan apartado y solitario. Cuando los hombres que estaban cantando se marcharon, salí a la puerta para ver cómo se perdían en la espesura del bosque.
Poco después seguimos nuestro camino que nos llevó a Durango y luego a la ciudad de Parral, Chihuahua. Cuando el frío era más intenso regresamos por el mismo camino, el chofer ya no se detuvo en “la ciudad”, que al amanecer parecía un pueblo fantasma. El Espinazo nos tomó de sorpresa, un poco dormidos al pasar por su cresta, sin emitir palabra alguna. Han pasado mucho años y no he encontrado a nadie que haya cruzado en un desvencijado camión el espinazo del diablo, en ocasiones pienso que esta ruta no existe y que todo fue producto de un viaje imaginario al corazón de la sierra de Durango.
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