Viaje al Infierno. Canyoning en Nuevo León y Tamaulipas
El recorrido por el imponente Cañón del Infierno, que une a los estados de Nuevo León y Tamaulipas, tiene una longitud aproximada de 60 km entre abruptos y hermosos paisajes en lo profundo de paredones de hasta 1 000 m de alto, los cuales no habían sido perturbados por el hombre en un millón de años.
El objetivo principal de la expedición era buscar cuevas para explorarlas y topografiarlas en un futuro. Lo que no sabíamos era que dicho objetivo pasaría a segundo término cuando nos diéramos cuenta de la dificultad del camino, ya que sobrevivir se convertiría en la tarea más importante en ese inhóspito terreno, en el que enfrentaríamos nuestros temores y descubriríamos el porqué del nombre del cañón.
Nos reunimos un grupo de cinco exploradores: Bernhard Köppen y Michael Denneborg (Alemania), Jonathan Wilson (EUA), y Víctor Chávez y Gustavo Vela (México) en Zaragoza, pueblo al sur del estado de Nuevo León. Ahí repartimos el equipo necesario en cada mochila, que debería ser impermeable: “las nadadas serán muchas”, comentó Bernhard. Así, pues, empacamos en sacos y botes impermeables las bolsas de dormir, la comida deshidratada, ropa y artículos personales. Con respecto a la comida, Jonathan, Víctor y yo calculamos que debíamos cargar provisiones para siete días, y los alemanes lo habían hecho para 10 días.
Por la mañana iniciamos el descenso, ya dentro del cañón, con una larga caminata entre brincos y nadadas en pozas de agua fría (entre 11 y 12ºC). En algunos tramos el agua nos abandonaba, filtrándose por debajo de los pies. Las mochilas, que pesaban unos 30 kg, hacían que la marcha fuera lenta. Más adelante llegamos al primer obstáculo vertical: una caída de 12 m de altura. Después de colocar los anclajes en la pared y poner la cuerda, descendimos el primer tiro. Al jalar y recuperar la cuerda sabíamos que éste era el punto sin retorno. A partir de ese momento, la única opción que nos quedaba era continuar río abajo, ya que los muros tan altos que nos rodeaban no permitirían ninguna ruta de escape. El convencimiento de tener que hacer todo bien se mezclaba con el sentimiento de que algo podía salir mal.
En el transcurso del tercer día encontramos algunas entradas de cuevas, pero las que se veían prometedoras y nos llenaban de expectación terminaban a escasos metros, junto con nuestras esperanzas. Mientras más descendíamos el calor iba en aumento y las reservas de agua empezaban a escasear, ya que el agua corriente había desaparecido desde el día anterior. “A este paso, para la tarde nos tendremos que tomar nuestros orines”, bromeó Michael. Lo que no sabía era que su comentario no estaba muy lejos de la realidad. Ya en la noche, en el campamento nos vimos en la necesidad de tomar agua de un charco color café para saciar nuestra sed.
Por la mañana, un par de horas después de iniciar la caminata, la emoción llegó a niveles altos al estar nadando y saltando en pozas de color verde esmeralda. Con tanta agua el cañón se había transformado en una piscina con cascadas interminables. El problema de falta de agua había sido solucionado; ahora deberíamos decidir dónde levantar el campamento, ya que prácticamente todo el cañón estaba cubierto de piedras, ramas o agua. En la noche, ya instalado el campamento, platicamos sobre la cantidad de piedras despedazadas que encontramos en el trayecto, debido a los desprendimientos cientos de metros arriba. “¡Es asombroso!” –comentó uno–, “llevar el casco puesto no es garantía de no ser atravesados por una de ellas.”
Al ver lo poco que habíamos avanzado y considerando que podíamos tardar más de lo planeado, decidimos empezar a racionar los alimentos.
El quinto día, ya pasado el mediodía, al saltar en una poza con cascada, Bernhard no se dio cuenta de que en el fondo había una piedra cerca de la superficie y al caer se lesionó el tobillo. En un principio creímos que no era grave, pero 200 m adelante tuvimos que parar, pues no podía dar un paso más. Aunque nadie decía nada, las miradas de preocupación e incertidumbre delataban nuestros temores, y la pregunta que cruzaba por nuestras mentes era: ¿qué pasará si ya no puede caminar? Por la mañana los medicamentos ya habían hecho efecto y el tobillo había mejorando sorprendentemente. Si bien la marcha la iniciamos lenta, durante el día progresó cuantiosamente gracias a que ya no había más rapel. Habíamos llegado a la parte horizontal del cañón y decidimos abandonar lo que ya no necesitaríamos: cuerdas y anclajes, entre otras cosas. El hambre empezaba a hacerse presente. Para la cena de esa noche, los alemanes compartieron su comida.
Después de largas nadadas y una ardua caminata entre bellísimos paisajes llegamos al entronque del cañón con el río Purificación. De este modo había concluido la etapa de los 60 km y ya sólo nos faltaba recorrer el camino al poblado más cercano.
El último esfuerzo lo hicimos por el río Purificación. Al principio caminando y nadando; sin embargo, la corriente de agua se filtró una vez más por entre las piedras haciendo de los últimos 25 km algo abrasador, ya que había una temperatura de 28°C a la sombra. Con la boca reseca, los pies molidos y los hombros desechos llegamos al pueblo de Los Ángeles, cuya atmósfera era tan mágica y pacífica que nos sentimos como en el cielo.
Al concluir en ocho días el increíble recorrido de más de 80 km, nos embargó un extraño sentimiento. El regocijo de haber logrado el objetivo: sobrevivir. Y a pesar de no encontrar cuevas, el viaje al cañón del Infierno había valido la pena por sí mismo, dejando la inquietud de seguir buscando lugares inexplorados en este fantástico país.
SI VAS A ZARAGOZA
Saliendo de la ciudad de Matehuala diríjase 52 km al este, hacia Doctor Arroyo. Al llegar a la carretera estatal núm. 88 continúe al norte hacia La Escondida; de ahí tome la desviación a Zaragoza. No olvide poner la doble tracción a su camioneta para subir la sierra; cuatro horas después llegará a la ranchería La Encantada. Debido a su dificultad, es imprescindible llevar personal especializado para recorrer el cañón del Infierno.
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