Vivir entre mundos: cuando el viaje es permanente
Residir en un país que no es el de origen, conlleva muchos aprendizajes, pero también muchos sacrificios. En esta ocasión les cuento algunas cosas que se aprenden cuando uno está lejos.
Como todo el mundo sabe, o mejor dicho, cómo todos los que lee esta columna saben, soy extranjera, concretamente española. Y hoy no voy a escribir sólo sobre México, sino sobre lo que significa vivir en un país que no es el tuyo, ser emigrante en un mundo en el que siendo global, seguimos poniendo fronteras.
¿Por qué? Porque se termina un año, y siempre hago balance de cómo ha sido, y este espacio que me ofrecieron para mis palabras este año 2016, creo que es el mejor lugar para plasmar reflexiones de un ciclo: el de ser emigrante en México.
Llevo poco más de 3 años en este país, poco más de tres años en los que decidí que el viaje sería permanente y me quedaría a vivir aquí. Puede parecer poco para muchos, pero cuando has vivido cada uno de esos días lejos del país en el que naciste, de la cultura que conociste, de la familia que te crió, del entorno en el que te has convertido en una mujer adulta, sí es mucho. Pero emigrar, por el motivo que sea que cada uno elija, es un constante crecimiento por la cantidad de retos a los que uno se enfrenta.
En mi caso, llegar a México como lo hice, sola, sin trabajo, sin papeles ha sido una aventura de vida desde el minuto uno. Entender un idioma, que si bien compartimos, no es igual. Aprender a escribir, a usar ciertos términos, a hablar despacio, a bajar el tono de voz, sigue siendo un reto muchas veces todavía para mí; sobre todo porque soy comunicadora, porque llevo lo de contar historias en la sangre y también porque sé, que esa persona o el recuerdo de quién era, es lo único que a veces me queda en mi nuevo mundo.
Obviamente no puedo negar, y hacerlo sería una falta de respeto a los emigrantes que cruzan las fronteras de sus países a pie, sin nada en los bolsillos y con muchos sueños rotos, que soy y he sido una mujer afortunada. No voy a pararme en estas líneas en contarles las cosas desagradables que he vivido aquí, porque aunque muchos me digan “¡qué bien vives, ¿eh?!”, las ha habido. Por supuesto que sí, como en la vida de todos y cada uno de los habitantes de este mundo: todos, estemos donde estemos, tenemos días malos.
Pero sí, soy afortunada. Afortunada porque llegué a un país en el que, a pesar de las cosas malas que he vivido, me ha dado un lugar, me ha abierto las puertas, ha reconocido plenamente mi trabajo y quién soy, porque cada una de las batallas que he ganado a este lado del océano, no han sido gratis, las he peleado con todas las fuerzas que tengo, y que en ocasiones, sí flaquean. México me ha enseñado a levantarme cada vez que quería tirar la toalla, cada vez que sentía que no podía más, cada vez que quería empacar todo e irme sin mirar atrás, huyendo de todo, de todos, de mí. México me ha dado un lugar en el mundo, lejos, sí, pero lleno de historias que atesora mi mente y mi corazón, lleno de cultura, de destinos, de viajes, de nuevas personas que llegan para seguir haciéndote crecer, de experiencias de vida, y sobre todo para demostrarme de lo que soy capaz, y entender que cuando uno no se mueve de la zona de confort que le rodea –sea mejor o peor- nada nuevo ocurre en la vida.
Vivir entre mundos
Hoy, después de poco más de 3 años, vivo entre dos mundos. En España siempre sentí que algo me faltaba, no tenía la sensación de estar plena, llena, y cruzar el océano me ha ayudado a completar cosas que faltaban en mi vida. Pero vivir entre mundos es raro, es una sensación extraña porque sabes que tú eres lo único que está en esos dos lados de la moneda, y lo demás, no, nunca va a estar. Vivir entre mundos hace que ya no sepas de dónde eres, pero sí quién eres.
Ahora todo en mi vida es doble. Doble compartimento en el cerebro que divide mi mundo mexicano y mi mundo español, doble tarjeta de teléfono, doble cuenta bancaria, doble residencia, doble casa, doble moneda y hasta doble vida. Cuando llego a España me dicen “¡madre mía, qué acento mexicano tienes!”, y yo sólo miro, me río y pienso: creo que no has escuchado nunca hablar a un mexicano. Y, cuando estoy en México, todo el mundo me dice: “No puedes negar que eres española, ¡tienes mucho acento español!”. Y así es siempre la historia de mi vida: un lío.
¿Qué extraño de España?, siempre me preguntan en México.
La verdad que muchas cosas, pero casi todas –más allá de la familia y mi gente- sólo me doy cuenta de ellas cuando llego a casa y las tengo fácilmente al alcance de la mano. Comida, sobre todo; caminar por las calles de Madrid, su cielo azul, los bares, las tapas (aunque eso es comida también), y sobre todo no tener que auto traducirme o pensar todo antes de hablar para que no me salgan lo que yo llamo “españolismos”.
¿Y todo pica tanto?, apuntan en España.
A lo que siempre respondo: sí y no. Pero como comenté en una de las columnas, ahora tampoco podría decir sí algo pica o no mucho para los que no lo comen, porque poco a poco me he ido acostumbrando y no sé ni cómo. Solo sé que, me lleva varios días adaptarme a la cocina española, porque hasta a la comida de mi madre le falta sabor.
Estas son sólo algunas cosas que siempre me preguntan. Pero he de confesar que también en España extraño cosas de México: el olor de las tortillas de maíz cuando caminas por la ciudad, poder tener comida siempre y a todas horas, tener ganas de un raspado o unos esquites, y que no lo encuentres; la música en la calle, las fonditas y también, el anonimato que te da camuflarte entre millones de personas que no te conocen.
Y te das cuenta que, sin darte cuenta, ya eres parte de la ciudad en la que vives la mayor parte del año. Hay momentos, que me sorprendo a mí misma porque no me siento extranjera, camino las calles de la CDMX como si también ya fueran mías. Y, hasta “como mexicano”, así me dijo mi cuñado este año cuando vinieron a visitarme: “Es que ya comes como una mexicana, nosotros no entendemos nada de lo que ordenas (pides en mi español)”. En cada maleta que cruza conmigo el océano de vuelta a casa, a mi tierra, siempre hay algo mexicano: ropa, artesanía, dulces picositos, algo con tamarindo, y alguna vez hasta chapulines. Y en cada viaje de regreso, igual.
Así que, como emigrante que llegó a estas tierras en busca de una nueva vida, de oportunidades que me negaron en mi tierra, cada año que hago recuento, trato de quedarme sólo con la parte buena que he vivido esos 365 días pasados. México Desconocido me buscó y me dijo: “queremos darte un espacio para que seas libre escribiendo lo que quieras”. Eso, para los que nos dedicamos a las palabras, es un gran regalo. Uno más.
Espero que a ustedes, a los lectores, 2017 les siga regalando muchísimas cosas buenas, muchísimos más viajes y sobre todo les brinde esa habilidad de mirar más allá de lo que se ve a simple vista, para descubrir que detrás todo, siempre hay algo más. Para que no nos olvidemos de las oportunidades que hay en cada lugar en el que estamos, en el que descubrimos y nos descubrimos, para seguir creyendo en todo y en todos.
¡Feliz nuevo ciclo!
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