Camino al pueblo fantasma de Ojuela en Durango
Un viaje por los paisajes planetarios de Durango. De su hechizo por las tierras del pueblo fantasma de Ojuela en Durango versa esta historia.
Los paisajes de Durango tienen la capacidad de estimular la imaginación de quienes los admiran; entre riscos de formas inusuales, a mitad del pueblo fantasma de Ojuela en Durango, lo único que se necesita es echarla a volar para disfrutar una experiencia de viaje única. La belleza del desierto te acompañará durante todo el ensueño.
En el camino
La carretera 49D hacia Chihuahua se desenrolla sobre el desierto como una tira de celuloide negro; donde el terreno ondula, también lo hace el pavimento. Al igual que la cinta cinematográfica, la pista proyecta espejismos con la luz y el calor. Atravesamos el desierto a bordo de una Suburban 89 a la que le fallan las puertas. Afortunadamente, el radio no presenta desperfectos: el rythm and blues de la canción Down to Mexico, de The Coasters, se mezcla con la radiación solar que dejamos entrar por las ventanillas en dirección del pueblo fantasma de Ojuela en Durango.
Transitamos por el corazón de La Laguna, una región árida compartida por Durango y Coahuila, caracterizada por su pujanza industrial. Las ciudades de Lerdo y Gómez-Palacio, del lado duranguense, y Torreón, en Coahuila, son las principales responsables de que la también llamada Comarca Lagunera sea una de las zonas de mayor desarrollo económico de México. Ahí donde antes corrieran los arroyos del Bolsón de Mapimí (hoy prácticamente secos) han brotado estos “oasis” urbanos dedicados a la industria y la ganadería.
A pesar de la promesa de sombra y paletas heladas (nos dicen que las de Chepo, en Ciudad Lerdo, son imperdibles), preferimos pasar de largo. Nuestro objetivo: penetrar en el desierto hasta llegar a Ojuela, pueblo fantasma abandonado a la deriva del tiempo.
De rarezas y silencios
Huizaches, rocas y matorrales; espinas, vapor y tolvaneras. Y encima de todo, un cielo azul eléctrico. El viaje transcurre como la escena de alguna road movie estadounidense, una en la que la charla —escasa, espesa— no corresponde con la gran cantidad de pensamientos que se nos amontonan detrás de las frentes sudorosas. Aquí el encanto del desierto: su aparente monotonía provoca que la mente quiera llenar el paisaje vacío con figuraciones.
Para romper el silencio —ahora que Down to Mexico ha dado paso a una tonada de Caifanes— le pregunto a Walter Bishop, veterano explorador del estado, sobre cierto dato inútil que por razones oscuras guardé en la memoria: “¿Es cierto que en Durango caen más rayos que en ninguna otra parte del país?”. Walter me mira por el espejo retrovisor y luego regresa los ojos hacia el camino.
“Mira, ¡la verdad es que lo dudo mucho! Son tantas las cosas que se dicen sobre esta parte de Durango que ya perdí la cuenta de ellas. Nunca había escuchado eso, pero lo sumaré a la lista de cosas raras que seguramente voy a olvidar”. Todos reímos.
Su respuesta me recuerda que nuestro trayecto hacia Ojuela roza por el costado sur a la famosa Zona del Silencio. Ovnis, extrañas luces, experimentos militares, anomalías magnéticas… la lista de “fenómenos inexplicables” que internet asocia con la Zona del Silencio es larga; sin embargo, Walter no se detiene a darles importancia.
Para él, el verdadero misterio es cómo la vida ha echado raíz en la resequedad de aquellos suelos. Lo noto mientras nos habla de venados que sigue la huella de los ríos en busca de comida; mientras enumera las cactáceas que sacian una sed de meses con pocas gotas de rocío.
“¿Quieres conocer un lugar que sí está relacionado con algo que cayó del cielo?”, me ofrece Walter. La Suburban gira a la izquierda sobre la carretera 49D y toma una desviación en dirección al pueblo de Dinamita.
Huella sideral
La inmensidad de la planicie se termina abruptamente cuando ingresamos en la Sierra del Sarnoso, a 52 kilómetros al oeste de Ciudad Lerdo. A sus pies, el camino se ramifica y se convierte en un laberinto de arena que serpentea entre las rocas. De pronto, se atasca la camioneta.
La carretera sobre la que transitamos es en realidad un sendero de cal natural completamente blanca; pegada a la maquinaria, provoca que la tracción se resbale como si estuviera envuelta por harina mineral. Sin importar cuán profundo Walter pise el acelerador, lo único que avanza es el sol a mitad del firmamento sin nubes.
El calor nos patea fuera del vehículo y aterrizamos en Marte. A nuestro alrededor se levantan enormes peñones rojizos, colosales rocas redondeadas por el viento cuyo equilibrio me hace imaginar que fueron encimadas por gigantes. De nuevo, la imaginación se libera.
Caminamos junto a los peñascos y nos metemos entre sus hendiduras buscando indicios de presencia humana; Walter nos asegura que la mayoría de estas burbujas de roca están cubiertas por petroglifos y pinturas rupestres.
No encontramos señales de los antiguos pobladores, pero divisamos manchones grisáceos sobre las superficies pétreas y rastros de las profundas vetas de mármol y granito que esconde el desierto. En ese momento, un grupo de ciclistas nos sorprende. Salidos de la nada, también se esfuerzan por robarle centímetros al camino de cal.
Por la belleza agreste de su paisaje marciano, además de la dificultad que representa cruzarla, la Sierra del Sarnoso es uno de los sitos predilectos por los ciclistas de ruta de todo el estado. El paraje también se presta como escenario perfecto para realizar caminatas, hacer escalada en roca y –por supuesto– fotografía de naturaleza. La luz del sol cincela las rocas y les pinta sombras negrísimas; el terracota de la piedra contrasta con las montañas de cal. Justo cuando me encontraba buscándoles un nuevo ángulo, la camioneta arrancó.
“¿Qué fue lo que cayó del cielo?”, pregunto a Walter, de vuelta en el vehículo. “Ya no se le puede ver, pero lo que produjo está todavía presente. Estamos parados sobre ello”, me dice. Cuando supe que las olas de roca de la Sierra del Sarnoso habían sido formadas por el colosal impacto de un meteorito, el paisaje extraterrestre ya no me pareció tan casual. Retomamos la carretera y nos encaminamos hacia Mapimí y Ojuela. Avanzamos de vuelta al planeta Tierra con una capa de polvo espacial cubriendo los cristales.
Perfiles en el desierto
Al atravesar el Valle de la Goma –vasto, seco– resulta difícil creer que este territorio alguna vez estuvo bañado por ríos y lagunas. El Bolsón de Mapimí debe su nombre a los numerosos cauces de temporal que lo convertían precisamente en eso, en una enorme bolsa natural de la cual dependían animales, plantas y nómadas por igual.
Por razones principalmente naturales, de aquellos veneros queda casi nada, así que solo resta imaginarse a los indígenas tobosos cruzando la sierra tras el rastro del agua y de la cacería; a las manadas de berrendos estremeciendo los valles con sus pezuñas, produciendo el sonido de un trueno que, nunca más, trajo consigo la lluvia. Lo paradójico es que, mientras pasamos por la llanura desértica, no dejo de pensar que los miles de cactus y mezquites que la cubren parecen olas cuando los agita el viento. La muerte de los ríos le dio vida a un mar de espinas verdes.
Mientras cruzamos aquella inmensidad, Walter señala una montaña al costado derecho del camino. “Si se fijan con atención, las puntas y cimas de aquel monte parecen formar el perfil de una mujer, ¿sí lo ven? La nariz… la frente… aquel risco es la ceja”, nos dice.
Recortada contra el cielo de la tarde, la silueta de aquella montaña se asemeja al rostro de una anciana indígena. En la región se le conoce como Cerro de la India, es la señal de que el Pueblo Mágico Mapimí, donde pernoctaremos, está cerca. El recordatorio de que los tobosos aún vigilan sus valles.
Ojuela y el tiempo
Walter nos pide levantarnos de madrugada, pues la visita a un pueblo fantasma requiere tiempo. Además, al amanecer, el sol es menos impío. La antigua mina Santa Rita es la causante de que el pueblo de Ojuela se estableciera en esta lejana sierra.
Se localiza a pocos kilómetros al este de Mapimí. Para llegar a sus ruinas es necesario remontar un camino empinado que luce más atemorizante por la altura y las piedras sueltas; a los correcaminos les resulta menos difícil, a juzgar por la velocidad con la que suben la cuesta. Transitamos al borde de un barranco mientras en la radio suena I Walk the Line, de Johnny Cash. Siento escalofríos.
Entonces aparece Ojuela. Su puente colgante, con una longitud de 318 metros, luce como el esqueleto de un monstruo: los tendones tensos, el espinazo largo, los huesos oscuros contra un cielo azul marino. Abandonado a mediados de los años 60 del siglo pasado, el pueblo se ha petrificado; de no ser por sus ventanas y puertas, claramente rectas, cualquiera pensaría que sus muros son parte de la montaña.
Al penetrar sus ruinas, lo hacemos con el cuidado de quien no quiere despertar a nadie, sigilosos. Tenemos la sensación de que nos vigilan detrás de las ventanas sin cristal. Exploramos en silencio los edificios muertos.
Hoy resulta casi imposible reconocer la función que tuvieron sus estructuras en vida, pues cuando llegamos a la parte más alta del cerro donde se encarama el pueblo, nada brinda indicios de que, sobre las piedras suaves en las que nos recostamos, se tendían los puestos del mercado. Esperamos.
Detrás de las montañas, el sol aparece y la madrugada retira su manto para develar la magnitud del valle. Allá abajo, permanece en la penumbra el puente de Ojuela, pero las montañas que lo rodean se pintan de naranja con los rayos fríos del sol. Los magueyes trepan las paredes del viejo pueblo y sus quiotes atraviesan los techos para poder florear. El pueblo despierta de su letargo con un bostezo que suena a cascabeles entre la maleza, al canto de pájaros de pecho rojo. Se desperezan los gavilanes, las lechuzas, los carpinteros.
Ahora mismo, Ojuela se parece más a un barco hundido en un arrecife que a una ciudad abandonada. Alrededor suyo se ha acomodado la vida vibrante del desierto.
Cómo llegar
Para explorar los alrededores de Mapimí, en Durango, debes dirigirte desde la capital del estado hacia el noreste, sobre la carretera 49D que va a Chihuahua.
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