El taller de Coatlicue
La ciudad de México-Tenochtitlan se renovaba día con día. Su aspecto grandioso y solemne era responsabilidad del supremo gobernante, el tlatoani, quien debía velar porque la urbe fundada en tiempos de Tenoch se convirtiese en el digno centro del universo, la casa deleitosa de los dioses.
Grande era el esfuerzo que realizaban los constructores de esta capital indígena, pues todos los materiales para su edificación debían transportarse desde las orillas del complejo lacustre y aun de regiones más lejanas. Los obreros habían recibido la orden de encontrar en las estribaciones montañosas de la vertiente oriental del lago de Texcoco, o en los peñascos del sur, donde vivían los pueblos chinamperos, un roca adecuada para la talla de una escultura monumental de la diosa 12-Caña, en cuya representación debía exaltarse a la madre Tierra, patrona de la vida y de la muerte, encargada de sustentar el equilibrio del universo con la sangre de los dioses y los hombres.
La localización de la piedra no era tarea fácil, pues se pensaba en una imagen de grandes dimensiones, calculada en secuencias de brazos y manos, según el sistema de medida indígena. Además, la roca debía ser compacta y sin vetas que preludiaran peligrosas fracturas durante su traslado al taller, o peor aún, cuando ya los canteros hubiesen avanzado en su trabajo. Se preferían entonces piedras de origen volcánico como la andesita y el basalto, es decir, rocas duras, compactas y resistentes, que podían tallarse y pulirse con gran vigor y que además presentaban una textura homogénea.
Los especialistas en localizar la cantera adecuada regresaron a la ciudad y comunicaron a su señor que habían encontrado un ejemplar de estupendas condiciones, y hasta aquel lugar, ubicado en los linderos de Texcoco, se trasladaron los canteros. Primero tenían que desprender un gran trozo de la roca madre, para lo cual excavaron varias oquedades, siguiendo un patrón rectangular, que posteriormente rellenaron con cuñas de madera sobre las cuales vertieron agua hirviendo, provocando con ello que el material se hinchara hasta que, luego de un gran estruendo, se produjera la separación del enorme bloque.
De inmediato, todo el grupo de obreros con sus cinceles, hachas y martillos elaborados con dioritas y nefritas, rocas duras y compactas, desbastaron la gran roca, hasta darle un aspecto semejante a un gigantesco prisma rectangular. Así entonces, se decidió arrastrar el monolito hacia el sitio donde trabajaban los afamados escultores de Tenochtitlan; para ello los carpinteros habían cortado troncos suficientes, a los que habían quitado la corteza y las ramas pequeñas para que la roca rodase sobre ellos con facilidad. De esta manera, y con la ayuda de sogas, aquella gente llevó el bloque hasta la calzada que comunicaba a Tenochtitlan con la región sur de la cuenca lacustre.
En cada uno de los pequeños pueblos por donde el monolito era arrastrado, la gente detenía momentáneamente sus labores para admirar el titánico esfuerzo que los diligentes obreros llevaban a cabo. Finalmente, el monolito fue llevado hasta el corazón de la ciudad, donde en un espacio cercano al palacio de Moctezuma los escultores iniciaron su trabajo.
Los sacerdotes, con la ayuda de los tlacuilos, diseñaron la imagen de la diosa terrestre; su aspecto debía ser brutal e impactante. La fuerza implacable del poder de la serpiente tenía que unirse al cuerpo femenino de la deidad Cihuacóatl, la “mujer serpiente”: de su cuello y de sus manos saldrían las cabezas de los reptiles y luciría un collar de manos cortadas y corazones humanos, con un pectoral constituido por un cráneo de ojos saltones; su falda, de serpientes entretejidas, le daría su otra identidad: Coatlicue.
Los encargados de la talla se lanzaron a la dura tarea, y con cinceles y hachas de diversos tamaños trabajaron la roca hasta dar el acabado final. En esta fase ya utilizaron arena y ceniza volcánica para lograr un pulimiento homogéneo. Finalmente, los pintores recubrieron la imagen de la diosa con rojo, el color distintivo que evocaba el vivificante líquido con que se alimentaba a los dioses, para dar continuidad al ciclo vital del universo.
No fue diferente el proceso de elaboración de uno de los monolitos más conocidos de la cultura Azteca, la Piedra del Sol o Calendario Azteca, un disco de piedra basáltica de 3.60 metros de diámetro y 122 centímetros de grosor y un peso de más de 24 toneladas. Fue descubierto en el año de 1790 a un costado de la Plaza Mayor, en la Ciudad de México.
Fuente: Pasajes de la Historia No. 1 El reino de Moctezuma / agosto 2000