Las armas y los ejércitos mexicas
Te ofrecemos un acercamiento a los instrumentos -ofensivos y defensivos- con que combatían los valientes guerreros mexicas y los soldados españoles durante los últimos días de la gran Tenochtitlan.
Apenas hubo tiempo para descansar. Después de ser perseguido por cientos de aguerridos mexicas, Pedro de Alvarado se sentó al pie de un árbol y se puso a revisar las heridas que las armas de sus oponentes habían hecho en su cuerpo, solo protegido por un pectoral de hierro forjado.
Momentos antes el capitán español había salvado la vida escabulléndose entre los cuerpos de sus compañeros y de los aliados indígenas muertos en la zona por donde actualmente atraviesa la calle de Puente de Alvarado -a unos cuantos pasos de la estación Hidalgo del Metro, en el Centro Histórico de la Ciudad de México-.
Visiblemente agotado, el conquistador español descubrió en su brazo una profunda lesión, seguramente producida por las filosas obsidianas de un macáhuitl, el arma de un guerrero azteca que, con gran coraje, había arremetido contra él, ocasionándole aquella dolorosa herida.
Esta arma de los antiguos mexicanos, el macáhuitl, se hacía con un largo garrote (aproximadamente de 80 cm), al cual se sujetaban, en uno de sus extremos, afilados segmentos de obsidiana, vidrio volcánico que los aztecas extraían de las minas que se encuentran en la llamada Sierra de las Navajas, en el actual estado de Hidalgo.
Con el hábil manejo de esta arma los aztecas habían conquistado numerosos pueblos, imponiéndoles un pesado tributo que consistía principalmente en granos, pieles de jaguar y plumas de quetzal, entre otros productos, los cuales tenían que llegar a México-Tenochtitlan siempre de manera puntual.
Un poco más tranquilo, el capitán Alvarado recordó que los guerreros que lo habían atacado también portaban armas de carácter defensivo, muy parecidas a las rodelas que se utilizaban en el Viejo Mundo para protegerse de un ataque con espada, lanza o mazo. En efecto, se trataba de los chimalli o escudos de los aztecas, que estaban hechos de madera reforzada con varias capas de gruesos textiles que permitían resistir, o bien impedir, el golpe de un proyectil de piedra.
Estos chimalli generalmente eran decorados por los aztecas con cientos de plumas de vistosos colores, haciendo de algunos de ellos verdaderas obras maestras del arte plumaria, como aquel que actualmente se exhibe en el Museum Für Völkerkunde de Viena, el cual está decorado con la hermosa figura de un ahuízotl, el “perro de aguas”, o la réplica del chimalli que se encuentra en la Sala Mexica del Museo Nacional de Antropología, en la Ciudad de México.
Una vez incorporado, y tratando de alcanzar a sus compañeros, Tonatiuh -como también era llamado por los aztecas- se percató de que allá, a lo lejos, aún podía verse a un grupo de guerreros mexicas que, ataviados con sus espectaculares yelmos en forma de cabezas de águila y de jaguar, seguían luchando, con gran arrojo, en su intento por expulsar a los invasores de su ciudad capital y su gemela Tlatelolco.
Estos vistosos atuendos de los guerreros aztecas tenían su contraparte en las incómodas pero resistentes armaduras, corazas y cascos de los españoles, con los que lograron resistir los embates de las armas indígenas hechas con madera y puntas de pedernal.
Otros elementos que junto con el factor metal marcaron la diferencia entre los ejércitos enemigos fueron el uso del caballo como animal de carga y de ataque y, por supuesto, la pólvora, que combinada con el azufre permitía a los españoles detonar las balas de sus arcabuces y escopetas.
Sin embargo, con todo y esta notable superioridad tecnológica, la conquista de México no hubiera sido posible sin las diferentes estrategias empleadas por Cortés, primero para convencer a sus aliados indígenas y después para sitiar la ciudad lacustre de Tenochtitlan, y sin el formidable apoyo que los españoles recibieron de los mismos pueblos indígenas (principalmente los tlaxcaltecas) que, a disgusto con los mexicas, lucharon contra éstos en favor de la causa española.
Así, paradójicamente, el pueblo más poderoso de Mesoamérica, el que había construido un imperio sustentado en la efectividad de su aparato militar, fue derrotado no sólo por un ejército mejor pertrechado, sino también por un gran contingente de indígenas aliados que, en cada revés sufrido ante los aztecas, incrementaron su odio hacia éstos, alimentando con ello el rugir de los cañones que un 13 de agosto de 1521 hicieron sucumbir a la gran ciudad de México-Tenochtitlan.
El mismo Hernán Cortés mandó grabar en sus reposteros y armas la siguiente inscripción: Judicium Domini Aprehendit eos, et fortitudo ejus corroboravit brachium meum, que quiere decir: “La voluntad del Señor los conquistó y su fortaleza robusteció mi brazo”.
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