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Organilleros tocan sin público por el coronavirus

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José Abelardo Campoy vía Flickr

La música de los organilleros persiste en las plazas públicas, donde ya nadie los escucha.

Estamos acostumbrados a su presencia, misma que suele pasar desapercibida aunque son una reliquia viva. La música de los organilleros nos arrebata inmediatamente a las plazas principales de las ciudades del país. Son un símbolo del México profundo, de ese que lucha por seguir vigente en las nuevas generaciones. Cuando escuchamos sus melodías, la vida clásica de la cultura nos conmueve, nos hace recordar que llegamos a este mundo cuando ya todo es antiguo.

Con la crisis del coronavirus, en las plazas vacías de la ciudad resuena con eco su música, esta vez en soledad. Otros recorren colonias como la Roma y Condesa con la esperanza de que alguien les entregue una moneda.

México, el país de la música y el mezcal, hoy yace en un silencio fúnebre. Cientos de habitantes han dejado de frecuentar bares, cafeterías y restaurantes, con ello la música en las zonas públicas ya no es escuchada. Sin embargo, la vida se aferra, invitándonos a reflexionar sobre aquello que existe y persiste más allá de nuestros sentidos.

Luli Beier vía Flickr

Historia de los organilleros en México

Los primeros organilleros llegaron a Latinoamérica a finales del siglo XIX, su gesta se dio en Inglaterra en el mismo siglo. A México llegaron gracias a los migrantes alemanes, quienes fundaron la casa de instrumentos Wagner y Levien.

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Inicialmente sirvieron para musicalizar los espectáculos circenses y las ferias. Posteriormente, los inmigrantes rentaban los instrumentos para que las personas pudieran ganar dinero haciéndolos sonar en las plazas o en eventos como serenatas. Durante el siglo XX, se comenzaron a importar nuevos modelos de la fábrica “Frati & Company”.

Felipe Oliveros, vía Flickr

Posteriormente, los dueños de organillos crearon auténticas empresas de concesiones de instrumentos. Algunos de ellos llegaban a tener hasta 250 ejemplares, como es el caso de Pomposo Ganoa. Cuando los instrumentos se dejaron de producir en Alemania en 1930, los dueños mexicanos ganaron el monopolio de los organillos. Poco a poco se incorporó música popular a los aparatos, por ello Pancho Villa llevaba un organillo en su pelotón.

Ramón Sánchez, vía Flickr

Con el paso del tiempo, los instrumentos fueron robados, desarmados para refacciones y las rentas dejaron de ser un negocio. Para preservar la tradición, los organilleros decidieron organizar el sindicato “Unión de Organilleros del Distrito Federal y la República Mexicana” en 1975. Para cobrar una identidad propia, el sindicato usa un uniforme café militar en honor a la vestimenta del general Francisco Villa. Además de este gremio, existe otro llamado “Unión Libre” con uniforme gris.

Situación actual

Hoy en día los seguimos viendo cargar ese enorme equipaje que pesa cerca de 50 kilogramos. Sus melodías se disuelven en la música que orquestan las grandes plazas. La mano se mueve en círculos y la música emerge, aunque ningún bucle es igual que otro, cada uno posee su propia melancolía.

Eduardo Meza Soto, vía Flickr

Cada organillo puede tener hasta ocho melodías, las más comunes son Las mañanitas y Las golondrinas. La música suena gracias a un gran cilindro con un alambres que permite hacer sonar las notas. Para que una melodía se actualice en un organillo, se requiere de un trabajo minucioso, complicado de realizar hoy en día.

Los organillos son una voz de la ciudad, contemporáneas de viejos edificios y de antiguas costumbres. Para muchos son una especie de artistas callejeros que reclaman limosna, pero en realidad son nuestra propia historia. Sus ejecutores hoy ganan lo mínimo y no reciben ningún apoyo. A punto de morir, a veces sólo se necesito un segundo de contemplación, un instante para valorar nuestra tradición, para escuchar nuestra propia alma.

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autor Filósofo por formación. Contempla el alma e imaginación de México.
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