Lleva a los niños al Nevado de Toluca
Tener una familia con hijos pequeños no es impedimento para hacer viajes de aventura, al contrario, son ellos quienes más lo gozan y cada imagen que sus pequeñas mentes captan, se les quedan grabadas de por vida.
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Conocí en invierno a una familia exploradora y decidí sumarme a un fin de semana “normal” para ellos. El plan de un día completo consistía en subir y bajar el Nevado de Toluca.
“Aunque tenemos hijas pequeñas, hemos podido adaptarlas a nuestro estilo de vida”, me comenta Iván mientras se asegura de empacar todo lo necesario.
Cuando viajas con niños no puedes dejar nada al azar. Empezando con lo básico, la ropa y el calzado, deben ser los adecuados. El Nevado de Toluca es un volcán inactivo de fácil acceso, pero con sus 4,680 metros de elevación se considera un trayecto de “alto montañismo”. Las temperaturas gélidas descienden de manera drástica durante un mismo día. Las botas o tenis deben ser a prueba de agua para caminar sin dificultad sobre la nieve y el lodo. La mezclilla, por ejemplo, no se sugiere.
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Otra recomendación que hace esta familia experta es viajar siempre con una mochila de impacto que consiste en empacar lo necesario para sobrevivir 24 horas en una situación crítica. Aunque le sume peso a la carga, el simple hecho de llevarla resta preocupación. En ella se guarda un purificador de agua, barras energéticas, botiquín, lámpara, manta térmica y un silbato de emergencia.
Para subir al volcán hay varias rutas. El Parque de los Venados es la más conocida pero también la que recibe a más visitantes; es quizá ideal para quienes ascienden al volcán por primera vez porque en el trayecto te sentirás siempre acompañado de decenas de personas.
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La familia decidió tomar una ruta alterna entrando por el conocido zoológico de Zacango. El camino es más accidentado pero ideal para su camioneta 4×4. Iván me comenta que una regla básica al viajar en vehículo es ir acompañado de otra unidad. “El riesgo de atascarse siempre es alto”, dice.
Empieza el trayecto y en el “sube y baja” de la todo terreno observo que las pequeñas, sentadas en sus sillas adecuadas para infantes, experimentan una sensación de diversión total que ninguna montaña rusa les puede ofrecer.
A lo lejos vemos un rancho de cría de borregos y era de esperarse que las niñas no podían perderse esa oportunidad. “¡Esto es más divertido que ir a Disney!”, comenta Caro de 6 años. Caminando entre las ovejas te das cuenta que están acostumbradas a recibir visitas. No se espantan.
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Durante el camino te topas con gente a pie o a caballo, motocicletas, bicis de montaña y hasta un tractor jalando a una familia completa, todos como parte del paisaje. Cada uno va a su propio ritmo. Es mejor empezar temprano para llegar a buena hora a la cima y descender aún con luz de día. Por seguridad.
Continuamos el ascenso hasta llegar a las Antenas, el último refugio antes del cráter y ahí se detienen los vehículos con motor. El resto del recorrido forzosamente debe ser a pie (o en bici). Me percato que mi celular tiene señal y me gana la ansiedad por compartir en las “redes” lo que estoy viviendo. Lo pienso bien y mejor escondo mi móvil porque decido disfrutar el momento intensamente. Es irrepetible.
El camino a la cima
Para quienes vienen de una latitud baja es posible que experimenten cambios de presión debido a la altura, conocido también como “mal de montaña”. No es de preocuparse porque dos remedios lo alivian: pastillas que mitigan el dolor y la majestuosidad del paisaje que asombra a los ojos y nos hace olvidar cualquier malestar.
Llegamos finalmente al inmenso cráter que comparte dos lagunas del Sol y de la Luna. El imponente paisaje me trae a la mente imágenes de películas de ciencia ficción de un planeta remoto, pero al darme cuenta que no visto un traje de astronauta, me regreso a la Tierra. Qué agradable sensación saber que no necesito ir tan lejos para experimentar un verdadero viaje galáctico.
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Las pequeñas niñas lucen agotadas, a pesar de que han hecho este recorrido varias veces, sin embargo, lo vuelven a gozar como si fuera la primera vez. Guardan energías para jugar con la nieve, buscar florecitas y de pronto, subirse en los hombros de papá.
Cerca de la primera laguna un grupo de jóvenes se cobijan al calor de un anafre. El olor me atrae como zombi y cuando me acerco de inmediato me dicen “¿Gustas comer con nosotros?”. No lo pienso dos veces.
El chorizo que me comparten es exquisito (Toluca se distingue por tener el mejor) y aunque las tortillas se enfrían de inmediato, la sensación que experimenta mi paladar es sensacional. Allá arriba nuestros cinco sentidos se potencializan.
En el ambiente de montaña se vive una fraternidad especial. Todos tienen clara la meta del ascenso y a pesar de experimentar desgaste, cansancio y frustración por llevar el cuerpo al límite, no falta quien se cruza en tu camino y te anime a seguir adelante. “Vamos, échale ganas, ya mero llegas”, es el mantra.
Subir un volcán es un reto magno y la sensación de lograrlo genera felicidad absoluta porque se disparan los niveles de endorfinas. Cuando logras alcanzar una cumbre lo que viene a tu mente es pensar en cuál será tu siguiente reto.
Este viaje me ayudó a recordar las veces en que mi mamá subía y bajaba los cerros en la Sierra Chiapaneca, cargando sobre sus hombros a mi hermana de dos años. Eran caminatas interminables, cada fin de semana, que hacían que madre e hija regresaran con las mejillas enrojecidas, agotamiento total pero con la gloria en la mirada. Así creció mi hermana en ese ambiente de aventura, viajes, exploración, deporte, y con los años ella hizo de su vida y trabajo precisamente eso. Niñez es destino. Me queda claro.
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