Senderismo rarámuri en las Barrancas del Cobre
Decidimos explorar las Barrancas del Cobre haciendo senderismo, pero al estilo rarámuri: con pies ligeros y a toda velocidad.
Objetivo:
Hacer senderismo y cruzar a pie este indómito y bello paisaje al estilo rarámuri, de Cusárare a Divisadero.
Localización:
Cañón de las Barrancas del Cobre, Chihuahua.
Duración:
3 días de caminata intensa
Parte I
Queríamos conocer más allá de las Barrancas del Cobre, más allá del senderismo común y las atracciones turísticas… Adentrarnos totalmente en los cañones y ríos del paisaje, vivir
‒aunque fuera por unos días‒ sumergidos en la magia de lo que contemplan los rarámuris en su vida diaria.
No tengo palabras, solo sentimientos. Mi boca no puede expresar lo que fue; nadie más puede sentirlo, ni apreciarlo, ni gozarlo, ni llorarlo. Solo yo y nadie más. Es difícil. Mi mente, mi espíritu y mi corazón siguen sumergidos en las barrancas, en lo más profundo de las aguas del cañón y en los puntos más altos de aquellas planicies eternas.
Esos ascensos nocturnos donde nos perdíamos entre las estrellas, donde la luna creciente apenas iluminaba el camino que se perdía entre los árboles y las ramas atravesadas. Porque nadie pisa ahí, apenas uno o dos rarámuris lo cruzan una vez al mes. Senderos sin recorrer que nos invitaban a andarlos de noche, de día. Nos perdimos varias veces.
Mis compañeros y yo buscábamos las huellas: no existían, solo debíamos subir, subir, subir. Caían rocas que casi podían quitarnos la vida en un segundo, pero la presencia divina nos protegió en cada instante.
Día 1. Basaseachi
Nos trasladamos alrededor de unas cuatro horas para llegar a la cascada de Basaseachi, que alcanza los 250 metros de altura. Una experiencia realmente increíble presenciar aquel paraíso donde está enclavada la cascada, lo cual nos sirvió a todos para conectar nuestros corazones, con la aventura que nos esperaba y con la naturaleza y prepararnos para las horas de senderismo que se aproximaban.
La caída no llevaba mucha agua, así que ¡ya teníamos una razón para volver! Nos volvimos a subir a la camioneta y nos dirigimos a Cusárare, pasando por el lago Arareko, donde hicimos una parada para tomar fotos. Llegamos cerca de las 19:00, durante el atardecer. Alistamos nuestras mochilas, nos pusimos nuestras lámparas de cabeza, le dijimos adiós al chofer y comenzamos a caminar unos 3 kilómetros hasta llegar a la cascada de Cusárare.
Por cuestiones de seguridad, privacidad, estar cerca del agua y adelantarnos un poco, decidimos acampar abajo. Preparamos el campamento entre los frondosos árboles, casi a un lado de donde cae la cascada; luego cenamos y nos dormimos.
La emoción que teníamos de que apenas empezaba la aventura era indescriptible, pues sabíamos que lo bueno estaba por venir, así que nos dimos el gusto de cenar bien y levantarnos tarde al día siguiente, una decisión que ‒sin embargo‒ lamentaríamos al día siguiente.
Día 2. Aguas termales y soñar desde las alturas
Despertamos tarde, alrededor de las 9:00. Nos tomamos nuestro tiempo en cambiarnos, en desayunar junto a la fogata y quitar el campamento con calma. Después empezamos a caminar y llegó el momento de cruzar a pie el río. Cuando llevábamos apenas unos 30 metros, de lado a lado y entre piedras gigantes, notamos que no íbamos a poder avanzar sin encontrar el inicio de la ruta.
Queríamos dirigirnos hacia Basirecota, una pequeñísima aldea situada en Guachochi, al otro lado del cañón. Así que Nasser, uno de los integrantes del grupo, regresó al punto de información turística junto a la cascada para preguntar por alguien que conociera ese camino y nos ofreciera alguna indicación. Sin embargo, no pudo comunicarse: nadie hablaba español.
Mientras nosotros lo esperábamos junto al río, llegó Arturo, un guía indígena que solía llevar grupos de extranjeros por el cañón. Nos dijo que no podía apoyarnos esta vez, pues se encontraba trabajando, pero en su lugar nos envió un niño de unos once años, Manuel. Le indicó al pequeño por dónde debía llevarnos y a nosotros nos sugirió que, en agradecimiento, le diéramos una propina. Comenzamos a caminar siguiendo Manuel, pero de pronto el sendero desapareció de nuevo.
Estábamos muy arriba del río, sobre una pendiente muy pronunciada, por lo que nos costaba muchísimo andar con las mochilas a cuestas. Esquivamos árboles, ramas, rocas; subimos y bajamos: era como una pista de obstáculos. Estuvimos así cerca de dos horas hasta que alguien preguntó: “¿Manuel, sabes a dónde nos dirigimos? “Sí” ‒respondía‒. “¿Sabes si falta mucho?” “Sí” ‒asentía‒. “¿Una hora, cuatro horas?” “Sí” ‒solo contestaba.
Era imposible comunicarnos con él, por lo que optamos por bajar de nuevo hacia el río, le dimos las gracias y decidimos buscar solos el sendero. ¡Claro! Justo al otro lado del río había una ruta muy bien marcada, la cual cruzamos y seguimos a un paso más rápido, alrededor de los 3 kilómetros por hora. Así logramos atravesar el río de una ribera a la otra y apreciar todo el cañón.
Hicimos una primera parada para revisar el mapa, comer algo y rellenar termos de agua; había que filtrarla porque la obteníamos del río. Para entonces ya llevábamos unas seis horas caminando. Seguimos la caminata en busca de unas aguas termales que, según nos habían informado, estaban a 7 kilómetros, por ahí escondidas.
¡Encontramos las aguas termales! De la orilla del río salía humo y la corriente hervía. Unos 500 metros más adelante encontramos una pileta de unos 2×2 metros de concreto y piedra de río que se alimentaba con estas aguas a más de 45 grados centígrados. Llegamos a la pileta solitaria cerca de las 18:30, entramos en ella y descansamos las piernas, la espalda, los brazos, el cuello… ¡todo!
Nos hallábamos en la zona de Basirecota, en un jacuzzi literalmente junto al río, dentro de las profundidades del cañón: un verdadero sueño. Ya se estaba haciendo tarde; empezaba a oscurecer y no llevábamos ni la mitad de la ruta planeada para esa jornada. Además, habíamos caminado 15 kilómetros en lugar de siete, a causa de tantas vueltas que dimos. Comenzaba a hacer frío y nos tentaba la idea de acampar ahí, junto a las aguas termales.
Decidimos seguir, pues nos esperaban cerca de 1000 metros verticales: había que subir la barranca que separa los cañones de Cusárare y Tararecua. Rellenamos los termos y preparamos mochilas para continuar por un camino que casi no estaba marcado.
Eventualmente llegamos a un punto donde no sabíamos por dónde ir; se perdió el sendero y las mochilas de 20 kilos hacían el senderismo más complicado. Empezamos a subir por donde nuestros pies pudieran pisar, sobre hojas que nos hacían resbalar y entre rocas muy altas que exigían escalarlas un poco.
Entonces topamos con una pared de 100 metros verticales. Agustín y Pato nos dejaron sus mochilas y comenzaron a subir para buscar la manera de llegar arriba. Identificaron un chorreadero de piedras entre la pared que ofrecía ser la única salida.
Después de media hora, todos logramos llegar a la planicie. Nuestros cuerpos realmente estaban al límite, ya que llevábamos 12 horas caminando. Encontramos un buen espacio para acampar dentro de un cercado y ahí armamos las tiendas. Leña no faltó, por lo que hicimos una fogata para calentar la cena mientras escuchábamos la canción Lost Stars de Maroon Five.
Así nos sentíamos, como estrellas perdidas en el espacio, brillando en la oscuridad de la noche. Cenamos y después compartimos unas tortillas con una gloria dentro que Nasser había llevado: todos coincidimos en que fue la cena estelar de toda la expedición. Incontables estrellas fugaces… Makambo y Devi Prayer sonaban mientras contemplábamos aquel cielo tan bello.
Junto a la fogata parecía que estuviéramos en otro mundo, donde el tiempo no existe y todo es eterno. Me sentía muy agradecida. Después de 14 horas de senderismo, 27 kilómetros y 1000 metros de ascenso, el día había terminado.
Día 3. Sin agua. Sitagochi.
Arrancamos a las 10:00 horas, momento en que nos percatamos de que estábamos junto a una aldea rarámuri formada por pequeñas casitas de madera. Viven allí cuando aún no llega el frío, mientras que en invierno se mudan cerca del río, construyendo sus casas sobre los acantilados, junto a las pendientes y entre las barrancas.
Al llegar el medio día a todos nos quedaba menos de un litro de agua, pues no habíamos podido reabastecernos desde el día anterior. Proseguimos con la ruta trazada con Google Earth, siempre caminando. Ahora el paisaje lo conformaban montañas debajo del horizonte y un cielo azul sobre nosotros que hacía que todo brillara.
El sol era potente y sus rayos se sentían pesados. Durante 6 horas no existió la posibilidad de conseguir agua hasta después de 17 kilómetros de senderismo y bajar hacia el rancho de Sitagochi. Teníamos sed, por lo que nos atrevimos a cortar hojas de un maguey para absorber un poco del agua que almacenan… Así, con sed pero inquenbrantable ánimo, reanudamos esta expedición cuyo relato continuará…
¡No nos dejes solos, no te la pierdas!