5 historias para probar el chocolate y los frutos de Tabasco
Una de nuestras viajeras expertas recorrió la zona de La Chontalpa, al suroeste de Villahermosa, para convivir con su gente y para recoger estas historias que están "de chuparse los dedos".
Asomarse a las haciendas y los fogones de La Chontalpa (al suroeste de Villahermosa, en Tabasco) es descubrir una cultura mestiza, auténtica y amorosa en muchos sentidos. Es aprender a valorar la riqueza de una cultura manifiesta en objetos entrañables, tan vivos y fértiles como el carácter de sus habitantes.
El molinillo de Nelly Córdova Morillo
Con sus propias manos reconstruyó una casa en ruinas, desmontó media hectárea de selva sin cortar ni un árbol y reprodujo la cocina maya chontal de su abuela María. Tanto esfuerzo merecía ser compartido, así que en 2015 Nelly decidió abrir su negocio: Cocina Chontal. Se trata de un sitio sencillo pero elegante por la nobleza de sus materiales –rigurosos barro, madera y peltre– y en él se perciben platillos de un sabor auténtico.
Esto no es un restaurante: es una cocina de rancho, aclara Nelly. “No hay carta definida, se come igual que en la casa, lo que a la mamá se le ocurra según lo que vea en el mercado. En estos tiempos, comer guisos con cuchara y tortillas recién hechas es un privilegio”.
Del otro lado de la cocina abierta, Esmeralda, su compañera de fogones, prepara tortillas a mano y se ríe de Nelly, que sirve platos sin dejar de hacer bromas. Franca y valiente, con la voz ronca de tanto hablar sobre la gastronomía tabasqueña, Nelly describe platillos como el pejelagarto en verde, el recado chontal, el horneado, las enchiladas de carne picada al machete, y quien la escucha empieza a salivar. “Son cocciones a las brasas de hasta siete horas, pero eso me gusta, porque el calor es suave, conserva los sabores y los refuerza”. Mientras va y viene por la cocina, agradece las enseñanzas de su abuela y la mano dura pero sabia de su madre. Cocina Chontal está muy lejos de ser un montaje para turistas: todos los utensilios tienen las huellas del uso constante y reciente. “Mi preferido es un molinillo que tiene como cien años; me da cosa que se desbarate y ya mandé a hacer una réplica. Cuando era niña tenía el afán de aprender a batir el chocolate; quería demostrarle a mi abuelo, que era muy exigente, que yo podía presentarle el chocolate espumoso como a él le gustaba”.
Desde la cocina hasta la voz de Nelly dan cuenta del carácter de la mujer tabasqueña. “Tenemos coraje y seguridad, queremos demostrar que la mujer sencilla, aunque sea de rancho y humilde, también tiene sueños y ganas de cumplirlos”.
El balero de Armando Muñoz
“Hacíamos diez horas de camino. Al llegar, mi abuela ya tenía listas las empanadas de iguana en achiote y el puchero. Estirábamos las piernas, comíamos y me iba directo al quebradero para unirme al círculo de primos, tíos y abuelos. Mientras partíamos mazorcas, los grandes nos transmitían el valor de trabajar”.
El chef Muñoz creció en Tlaxcala, pero pasaba sus vacaciones en Tabasco, en la plantación donde ahora se encuentra: DRUPA, el Museo Interactivo del Chocolate. Cuando murió su abuelo, convenció a su mamá para que no vendiera el terreno y decidió probar suerte.
“Quería hacer negocio, pero la tierra me enseñó que el cacao es otra cosa: es más que chocolate, es una cultura”.
Las degustaciones que el chef hace en el lugar integran a Tlaxcala y a Tabasco, dos ecosistemas radicalmente distintos, en el mismo plato: los nopales navegados llevan infusión de cacao en vez de caldo de res, y en la base del pipián hay semillas de cacao tostadas. “Quiero dar lo mismo que a mí me han dado. Cuando recibes a alguien que ha viajado muchas horas solamente para venir a verte, le cocinas rico y sacas lo mejor que tienes”.
En la cocina de DRUPA se siente el latido de La Chontalpa en cada utensilio. De todos, Armando atesora dos: un molinillo tradicional que se hace con el mamón, esa rama del cacao que no da fruto y que solo mama la energía de la planta, y un balero muy particular que, en vez de palito, lleva una cuchara al final del cordel. Es hueco porque adentro se sirve un cremoso de chocolate. “Lo mandé a hacer pensando en mi infancia, pero también en la cocina que hago, una gastronomía de raíz, sin pretensiones, pero con mucha técnica y los sabores de la leña”.
El machete de Welmer «Memo» Vasconcelos
“Mi primo, el chef, vino a despertar el amor por nosotros mismos y por lo que tenemos. Ser gente del monte es un orgullo”, dice Memo, encargado de conducir la visita por la plantación de DRUPA. Desde temprano, mantiene los senderos limpios y recoge frutos para montar pequeñas instalaciones naturales que recuerdan ofrendas o altares. La función de Memo es “abrir el telón para enamorar a quien visita el cacaotal por primera vez”.
En la serenidad de su voz se percibe un gran observador: “La planta nos enseña bondad y tenacidad; inundaciones, incendios, vientos que tronchan las ramas, ella siempre resurge y con más fuerza. Aprendimos el control de la sombra a ensayo y error”. Memo no habla de una disciplina espiritual, sino de la forma en la que logran mantener a raya a la moneliasis, la plaga de hongo que atacó al cacao hace veinte años.
Ahora tienen que ser cuidadosos y cortar el follaje para que entre la cantidad exacta de sol. Memo no se separa de su machete. El bisabuelo Leandro le enseñó a usarlo desde niño: “Así como hay guardarropas en los bailes, acá hay guardamachetes. Te encuentras una culebra, cortas una rama en el camino o un fruto que se te antoja… No puedes salir sin él”.
El reloj de Marina Riveroll y Vizcaíno
Doña Marina nació en la casa de la Finca Cholula en 1951. Creció jugando con sus hermanos en los árboles de la quinta. Aquí también vivió con su marido, trabajaron juntos en la plantación de cacao y criaron a sus dos hijos. “Desayunábamos juntos, arreglábamos las plantas del jardín y en la noche apagábamos las luces para ver las estrellas”. Todavía se percibe tristeza en su mirada: su compañero de amores y faenas falleció hace poco, sin embargo, ella ha continuado de la mano de sus hijos con el proyecto de agroturismo.
La voz de doña Marina se hace delgadita cuando navega por su memoria. De su relato emerge el guiso de calabacitas con camarón y las empanadas ahogadas en caldillo de tomate que le preparaba su mamá. Sabores de un tiempo en el que el rancho era autosuficiente y combinaba la agricultura de traspatio, la cría de ganado y el cultivo de cacao.
“Mi papá empezó a dar los recorridos por el cacaotal. Los grupos le aplaudían porque amaba este lugar y hasta les cantaba un par de canciones que había compuesto. Siempre iniciaba el recorrido diciendo: ‘Este lugar sabe de mi infancia’, y ahora también sabe de la mía y la de mis hijos”. Para doña Marina, el tiempo se dibuja en la corteza de los árboles y se guarda en los objetos preciados, como el reloj Ansonia que su abuelo compró en 1916, y que ella heredó. “Mi papá era niño y le parecía que el péndulo iba muy despacio, así que lo abrió y le movió la cuerda con la ilusión de que pasara más rápido el tiempo. Luego se dio cuenta de que lo iban a regañar, así que tuvo que ir a la tienda de la esquina a preguntar la hora a cada rato para calibrarlo de nuevo”. Más que un reloj de pared, el Ansonia de doña Marina es una máquina para contar historias.
La redoma de Ana Parizot Wolter
Ana se mueve en esta selva domesticada como Artemisa en sus jardines. Sus ojos azules brillan con una emoción contagiosa cuando presenta a los habitantes del cacaotal. Iguanas, saraguatos, ardillas que comen cacao, serpientes que comen ardillas, hormigas y mosquitos de la fruta que polinizan la flor. Todos viven y se alimentan de los árboles: un zapote altísimo, un mango de ochenta años, un cedro centenario, la pimienta gorda, el castaño tropical… “A este achiote no saben cómo le he rogado, lo chiqueo y lo abrazo, pero no quiere conmigo”, dice mientras acaricia el tronco.
“Estas señoritas son canelas, aunque con tanta manoseada ya no son tan señoritas. Esta jícara es muy pudorosa: tira las frutas si la tocan. Cuidado con la caña de azúcar porque se defiende con el filo de las hojas”. Los árboles de Hacienda La Luz son especies unidas al cacao y al chocolate, pero también a la historia de muchas familias. Ana señala un árbol de caucho: “A este señor grandote le hacíamos cortes para mostrar cómo escurría el látex, pero ya no quiero lastimarlo. Este es el motivo que trajo a mi abuelo alemán a Tabasco; era un médico que vino a trabajar en la fábrica de llantas y terminó quedándose”.
La relación de Ana con las plantas es un lazo filial, por eso insiste en que tenemos mucho que aprender de ellas. “No son seres autónomos ni puros, dependen unos de otros y son mestizos, como nosotros. Los árboles en la selva tienen raíces superficiales, crecen mucho en un terreno suelto, por eso se abrazan, entrelazan sus raíces bajo la tierra para sostenerse unos a otros”.
El taller de Hacienda La Luz forma parte del museo vivo, pues está habitado por jarras, molinillos, metates, todos provenientes de casas de la región y con una historia propia. El preferido de Ana es una redoma donde se muele y descascarilla el cacao. El disco de madera tiene más de 120 años y perteneció a su bisabuela Silveria, Mamá Bella. Tiene algunos remiendos, pero conserva la elegancia de los objetos que han sido creados para ser parte de muchas vidas.
¿Cómo llegar?
Desde Villahermosa, toma la carretera núm. 180 a Cunduacán, luego hacia Comalcalco. En los alrededores de esta población están Hacienda La Luz, Cocina Chontalpa, DRUPA (Museo Interactivo del Chocolate) y Hacienda Cholula.
¿Quieres escaparte a Tabasco? Descubre y planea aquí una experiencia inolvidable