Manuel Acuña, el gran poeta mexicano que se quitó la vida por amor
A su 24 años, un 6 de diciembre, el autor del mejor poema del siglo XIX se quitaba la vida en la Escuela Nacional de Medicina. Te contamos la historia de Manuel Acuña, un poeta atormentado.
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Manuel Acuña fue un poeta mexicano nacido el 27 de agosto de 1849 en Saltillo, Coahuila. Realizó sus primeros estudios en el Colegio Josefino de su ciudad natal, luego de lo cual se dirigió a la Ciudad de México para estudiar filosofía y matemáticas, además de francés y latín.
Ingresó a la carrera de medicina, misma que se vio truncada debido a su muerte temprana. Durante su estancia en la capital, se unió a los grupos de tertulias intelectuales y literarias, donde forjó amistada con Manuel Altamirano, Agustín F. Cuenca y, especialmente, con Juan de Dios Peza.
Aunque breve, su carrera fue fructífera y prometía una gran trayectoria. Su primera presentación pública fue durante el funeral de su amigo Eduardo Alzúa en 1869, tras lo cual fundó la Sociedad Literaria Nezahualcóyotl en el Exconvento de San Jerónimo. Sus primeros poemas de aquella época fueron publicados en el periódico La Iberia.
Posteriormente publicó su obra El Pasado, misma que fue puesta en escena y fue un éxito en taquillas y recibió excelentes críticas. Todo parecía indicar que Manuel Acuña, el poeta del romanticismo mexicano, pasaría a la historia como uno de los más grandes.
Manuel Acuña, un alma atormentada
Lamentablemente, el 6 de junio de 1873, Manuel Acuña terminó bruscamente con su vida. De acuerdo con la leyenda, Acuña estaba enamorado de Rosario de la Peña y Llerena, una intelectual mexicana a quien dedicó su poema final Nocturno. Al no verse correspondido, decidió terminar con su vida. Sin embargo, algunos piensan que su suicidio se debió a su situación de pobreza extrema y a su naturaleza melancólica.
Sobre Rosario de la Peña y Llerena se sabe que su padre, don Juan de la Peña, acogió a numerosos intelectuales de la época. A su casa llegaron a acudir autores de la talla del cubano José Martí y Manuel M. Flores, quienes también la pretendieron. Pese a su cercanía con Acuña, jamás lo correspondió, ya que sabía de sus andanzas amorosas.
Manuel Acuña era un escritor precoz que, a sus 24 años, tenía un alma atormentada. Sostuvo una relación con la poetisa Laura Méndez de Cuenca, con quien procreó un hijo que vivió pocos meses. Debido a sus dificultades económicas, se veía obligado a vivir en la Escuela de Medicina. De acuerdo con su carta póstuma, la idea del suicidio rondaba su mente desde mucho tiempo atrás, sin embargo, el miedo al infierno había evitado que lo consumara. Su poema Ante un cadáver es considerado el mejor escrito en México durante el siglo XIX.
Un final lleno de melancolía
Tras consumir cianuro, Manuel Acuña fue encontrado en su cuarto de la Escuela de Medicina. Se decidió no hacer autopsia por la claridad de la causa de muerte. Su cortejo fúnebre estuvo liderado por Ignacio Altamirano, quien lo quería como a un hijo. Sepultaron a Manuel en el humilde panteón de Campo Florido, en la actual colonia Doctores. A las pocas semanas llevaron al mismo panteón a su pequeño hijo, Manuel Acuña Méndez. En la esquina de las calles República de Venezuela y República de Brasil del Centro Histórico de la Ciudad de México se conserva una placa que conmemora el lugar donde finalizó su vida.
Nocturno [a Rosario] de Manuel Acuña
I
¡Pues bien!, yo necesito
decirte que te adoro
decirte que te quiero
con todo el corazón;
que es mucho lo que sufro,
es mucho lo que lloro,
que ya no puedo tanto
al grito que te imploro,
te imploro y te hablo en nombre
de mi última ilusión.
II
Yo quiero que tu sepas
que ya hace muchos días
estoy enfermo y pálido
de tanto no dormir;
que ya se han muerto todas
las esperanzas mías,
que están mis noches negras,
tan negras y sombrías,
que ya no sé ni dónde
se alzaba el porvenir.
III
De noche, cuando pongo
mis sienes en la almohada
y hacia otro mundo quiero
mi espíritu volver,
camino mucho, mucho,
y al fin de la jornada
las formas de mi madre
se pierden en la nada
y tú de nuevo vuelves
en mi alma a aparecer.
IV
Comprendo que tus besos
jamás han de ser míos,
comprendo que en tus ojos
no me he de ver jamás,
y te amo y en mis locos
y ardientes desvaríos
bendigo tus desdenes,
adoro tus desvíos,
y en vez de amarte menos
te quiero mucho más.
V
A veces pienso en darte
mi eterna despedida,
borrarte en mis recuerdos
y hundirte en mi pasión
mas si es en vano todo
y el alma no te olvida,
¿Qué quieres tú que yo haga,
pedazo de mi vida?
¿Qué quieres tu que yo haga
con este corazón?
VI
Y luego que ya estaba
concluído tu santuario,
tu lámpara encendida,
tu velo en el altar;
el sol de la mañana
detrás del campanario,
chispeando las antorchas,
humeando el incensario,
y abierta alla a lo lejos
la puerta del hogar…
VII
¡Qué hermoso hubiera sido
vivir bajo aquel techo,
los dos unidos siempre
y amándonos los dos;
tú siempre enamorada,
yo siempre satisfecho,
los dos una sola alma,
los dos un solo pecho,
y en medio de nosotros
mi madre como un Dios!
VIII
¡Figúrate qué hermosas
las horas de esa vida!
¡Qué dulce y bello el viaje
por una tierra así!
Y yo soñaba en eso,
mi santa prometida;
y al delirar en ello
con alma estremecida,
pensaba yo en ser bueno
por tí, no mas por ti.
IX
¡Bien sabe Dios que ese era
mi mas hermoso sueño,
afán y mi esperanza,
mi dicha y mi placer;
bien sabe Dios que en nada
cifraba yo mi empeño,
sino en amarte mucho
bajo el hogar risueño
que me envolvió en sus besos
cuando me vio nacer!
X
Esa era mi esperanza…
mas ya que a sus fulgores
se opone el hondo abismo
que existe entre los dos,
¡Adiós por la vez última,
amor de mis amores;
la luz de mis tinieblas,
la esencia de mis flores;
mi lira de poeta,
mi juventud, adiós!
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