San Quintín, los nuevos rumbos del vino
En las calles y ramales del Valle de San Quintín se descubren sus tesoros escondidos: playas, volcanes, costas asombrosas, un rico legado histórico y hasta prometedoras vinícolas. ¡Aquí te mostramos este sensacional escenario!
Foto: Enrique Fuentes, Isaac Rosas, Archivo México Desconocido, David Paniagua, Rodo Vallado
Cerca de 120,000 personas viven en el Valle de San Quintín, que en realidad es una franja costera de 130 kilómetros de largo donde en hilera de norte a sur se encuentran los poblados de Colonet, Díaz Ordaz, Rubén Jaramillo, Camalú, Colonia Vicente Guerrero, San Quintín, Lázaro Cárdenas y El Rosario.
Sin duda, la agricultura es muy intensa. Por todas partes se ven viveros de “mallasombras”, un tipo de lona delgada que deja pasar la luz solar y adentro conserva temperatura y humedad.
En tales viveros se cultivan hortalizas como calabaza, cebolla, tomate, pepino y chile; o bien, todo tipo de bayas: fresas, frambuesas, arándanos, etc. Dan varias cosechas cada año y se riegan con agua de desaladoras (de tecnología israelí).
Otra actividad importante en la zona es el cultivo de ostiones. Hay cerca de 25 campos ostrícolas, casi todos concentrados en Bahía Falsa (junto a la Bahía de San Quintín). En definitiva, si uno se pregunta cómo es que México es ahora un gran exportador de alimentos, gran parte de la respuesta está en San Quintín.
La vista del valle desde la Carretera Transpeninsular es casi siempre de casas, viveros y arena. Y parecería que no hay más que eso. Pero detrás hay una serie de rincones —culturales y naturales— muy interesantes para el viajero.
En el extremo sur, por ejemplo, está El Rosario, con las ruinas de sus misiones. Tras la expulsión de los jesuitas en 1767, tomaron la estafeta de la evangelización de la Antigua (o Baja) California los frailes dominicos. La primera misión que fundaron fue la de Nuestra Señora del Santísimo Rosario de Viñadacó en 1774, en una meseta sobre la ribera norte del arroyo del Rosario.
En 1802, sin embargo, mudaron la iglesia al sur del arroyo. Desde entonces, las dos partes del pueblo se llaman El Rosario de Arriba y el Rosario de Abajo, respectivamente. Lo más interesante es que los muros de adobe de ambas iglesitas han sobrevivido más de 200 años.
A unos metros de las ruinas de la misión de El Rosario de Abajo se encuentra el Museo Comunitario de El Rosario, que aunque parece el ático de los abuelos por la cantidad de antigüedades extrañas que aloja, da una idea muy clara sobre lo que fue la vida de esta comunidad en los siglos XIX y XX.
Este museo ocupa el bonito edificio de madera de lo que fue la escuela primaria erigida en 1923 (cuando José Vasconcelos era Secretario de Educación, y Álvaro Obregón, presidente de México). En 1995 fue transformado en este museo que alberga fósiles, fotos, huesos gigantes (quizá de mastodontes), muebles, vestidos civiles, vestimentas sacerdotales, etc.
De su acervo destaca una panga de pescadores y una cuera, es decir, un abrigo de cuero, como se hacían hace siglos en el Norte de México. También llaman la atención las cenizas de don Emilio Espinoza Loya: como no tenía familiares, pidió que sus restos quedaran en el museo, para que hubiera gente que lo visitara después de muerto (Camino vecinal a la playa Punta Baja s/n. T. ( 616 ) 104 2620. Lunes a viernes de 8 a 15horas, entrada libre).
Otro rincón lleno de historia es el Molino Viejo, 13 kilómetros al suroeste del pueblo de San Quintín, junto a un estrecho de la bahía de San Quintín. A mediados del siglo XIX se comenzó a extraer en estos rumbos sal de mar que se exportaba.
Más tarde, hubo intentos de colonización que finalmente prosperaron hacia 1887 cuando llegó un grupo de ingleses al Valle de San Quintín. Los anglosajones se dedicaron a cultivar trigo y aquí establecieron un gran molino harinero. A pesar de la aridez del rumbo, los ingleses se las ingeniaron para sobrevivir más de 20 años, pero terminaron por abandonar la zona en 1910.
Hoy el rumbo es muy agradable para pasear. Aquí hay muelles turísticos, hoteles y el Restaurante Molino Viejo, especializado en molcajetes de langosta y de mariscos. Está también el pequeño pero bonito Museo de San Quintín, que explica la historia de la zona y exhibe algunas piezas arqueológicas (lunes a domingo de 12 a 17 horas; entrada libre).
Ahí mismo aparecen los tesoros naturales de la región. La Bahía de San Quintín, descubierta por Juan Rodríguez Cabrillo desde 1542, es una hermosa entrada de agua dentro de la península. Está rodeada de humedales llenos de meandros que pueden ser el paraíso de los amantes del canotaje.
La península que separa a la bahía —y a su hermana pequeña, la Bahía Falsa— del mar abierto es una pequeña maravilla. Hacia el océano se encuentra la agradable Playa La Chorera, que lleva ese nombre por la abundancia de choros, es decir, mejillones.
Te recomendamos ahí La Marea Oyster Bar, donde podrás comer a tu gusto ostiones, pero también pasta, pizza y otros platillos. Y sobre la península hay cinco de los 12 conos volcánicos —sí, leíste bien— de San Quintín.
Son volcancitos encantadores, ya inactivos, que son un pequeño reto para los senderistas y fotógrafos. Uno de ellos está enfrente, en medio del mar, y dio origen a la Isla San Martín.
La joya natural que más celebridad ha dado a San Quintín, no obstante, es La Lobera. El nombre sugiere que se trata de una colonia de lobos marinos, como hay otras en torno a la península de Baja California, pero en realidad es un refugio de focas.
Sobre la Transpeninsular hay que desplazarse 48 kilómetros al sur de San Quintín. Ahí se encuentra un ramal de casi 4 kilómetros que conduce al lugar (ten cuidado, porque no siempre está en condiciones adecuadas para cualquier tipo de vehículo).
Hay ahí una granja de abulón semiabandonada sobre la costa rocosa. En seguida, se abre una cueva cuyo techo en algún momento colapsó. Ahí hay una playa donde dormitan las focas. El lugar es increíble, tanto por la presencia de esos simpáticos mamíferos, como por la misma formación rocosa y su gigantesco tragaluz natural.
El recuento de los tesoros de San Quintín no estaría completo si no mencionáramos sus restaurantes y también sus nuevas vinícolas. Hacemos un recuento de ellos en las siguientes páginas.
Vinícola de Becerra
Son varios los agricultores del Valle de San Quintín que están intentando producir vino. Quizá los más aventajados son los miembros de la familia Becerra, que casi sin proponérselo se han lanzado a esta aventura y ya están produciendo y vendiendo sus primeros caldos.
Los Becerra se dedicaban a los cultivos clásicos del valle —tomates, frambuesas y fresas—pero de tipo orgánico. En medio de sus 250 hectáreas de predios se levantaba una loma que por diversas circunstancias se había quedado sin sembrar y hace unos pocos años los certificadores les dijeron que debían atenderla y sembrarla con algo.
Si se trataba de ponerle una “cobertura” vegetal, lo mismo daba cuál. De modo que se decidieron por plantar viñedos. Y los viñedos se dieron muy bien. “Ya vimos que aquí en el valle las condiciones son idóneas para la producción de vino”, comenta Sabino Becerra.
En efecto, en junio de 2018 lograron hacer aquí, en su bodega de Vicente Guerrero, una primera vinificación. Dos vinos ya tienen: un tinto y un rosado, ambos producto de una mezcla de Cabernet Sauvignon y Merlot al 50%, y ambos con el nombre en etiqueta de Prestigio de Becerra.
Ambos vinos de muy buen sabor. Y todavía no son orgánicos, pero el propósito es que pronto lo sean. “La idea es hacer que San Quintín se sienta orgulloso de este vino”, agrega Sabino Becerra.
De momento cuentan con hectárea y media de viñedo. Aparte de las dos cepas mencionadas, tienen también Malbec, Nebbiolo, Chardonnay, Sauvignon Blanc y Merlot. Su bodega ahora está en las instalaciones de las empresas familiares, pero también hay planes de construir una nueva, más estilizada, junto a los viñedos.
Por otra parte, es la tercera generación de la familia la que comienza a hacerse cargo. Con 24 años, Hugo René Becerra es agrónomo y enólogo en ciernes. Tendrá a su cargo la producción, pero la empresa será de hermanos y primos. Sin duda, lo mejor está por venir y en los siguientes años oiremos hablar más de esta nueva bodega.
Posada Don Diego
Se trata de uno de los mejores restaurantes del Valle de San Quintín. Ha sido manejado por la familia Martínez Lenahan desde 1979. Su cocina es tipo internacional, con un fuerte hincapié en ingredientes locales.
Algunos de sus platillos más populares (y sabrosos) son los champiñones rellenos estilo Posada Don Diego (con verduras, queso y tocino), la costilla baby (cubierta de salsa de la casa), camarones imperiales Baja (envueltos en tocino y rellenos de queso con salsa blanca) y el filete de pescado dos mares (bañado en salsa de camarón y pulpo). En verano ponen a funcionar su horno a la leña.
Este lugar destaca por servir bebidas locales, como su cerveza artesanal o los vinos de San Quintín, además de vinos de otras regiones del Estado. Hay que estar pendiente también de sus festivales, algunos de cerveza, otros de vino. El lugar cuenta también con salón de eventos, tráiler park y motel.
Mamá Espinoza’s
Por 360 kilómetros desde la frontera, la carretera Transpeninsular (federal 1 ) corre paralela al Océano Pacífico. En el poblado de El Rosario, justo en el lugar en que esta vía tuerce al oriente para internarse en el Desierto Central de Baja California se encuentra este restaurante legendario, que figura entre los más populares y antiguos del Noroeste de México.
Inició en 1930 como un comedero informal para los pocos aventureros, casi todos estadounidenses, que seguían la ruta de las misiones hacia el sur. Lo atendía Ana Grosso Peña, oriunda de El Rosario (aunque de ascendencia italiana), quien ofrecía los clásicos Lobster Burritos (burritos de langosta) que fascinaban a los estadounidenses. Dicen que en esa época pasaban apenas 10 autos al año.
Ana se casó con Heraclio Espinoza y a mediados de siglo llamó a su local, para entonces más formal, Mamá Espinoza, que era como la llamaban de cariño los viajeros. En esa época, el lugar fue base de los Flying Samaritans, una asociación de doctores estadounidenses que recorrían la península en avioneta para ofrecer ayuda médica a los habitantes más aislados.
En 1967 inició la famosa carrera Baja 1000, y uno de sus puntos de parada obligada (checkpoint) fue el restaurante. Si el visitante ve el lugar tapizado de firmas, calcomanías y recuerdos, es porque corredores y aventureros siempre se los dejaron a Mamá Espinoza.
Doña Ana falleció en 2016 a los 110 años de edad. Hoy el lugar lo maneja su hija, Elva Espinoza Grosso, mejor conocida como Rolly. Pero, atención, si bien este lugar ya es un sitio histórico, no deja de comerse muy bien. Carnes y mariscos son espléndidos.
Siguen ofreciéndose los tradicionales burritos de langosta, pero también hay otras especialidades muy sabrosas como los chiles rellenos, las tortas de jaiba (con huevo) o el pulpo ranchero. Desde luego, en el lugar se puede tomar vino de la región (L. A. Cetto y Santo Tomás, entre otros). Mamá Espinoza’s cuenta también con motel.
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