Tlacotalpan, rincón insólito del mundo (Veracruz)
En aguas del Papaloapan, el sol me puso trigueño y jinete en la piragua, anduve todos los vientos.
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Jarocho de por aquí, de origen tlacotalpeño… Marino de agua firme, de agua dulce marinero… Guillermo Cházaro L. Deslizándonos por el río Papaloapan, vasta cinta plateada, el paisaje luminoso presenta la infinita sabana de verde tierno de caña, o pastizales con ganado cebú custodiado por jinetes vestidos de blanco, con sombrero de paja, típico veracruzano, y machete al cinto. Caseríos ribereños, soñolientos, se van al pasar.De pronto, un poblado importante se delinea en la bruma: surgen las torres del santuario y erguidas palmeras reales que bailan con el viento.Desde que se llega al muelle se penetra en un rincón insólito del mundo, un relicario del sotavento. Atrás se ha dejado la prisa y el desasosiego.
Hay que caminar por sus calles, despacio. Las casas, todas de un piso, todas pintadas de colores -ahora desvaídos por la brisa y el ardiente sol-, están rodeadas de portales que gentilmente protegen y realzan la arquitectura tropical. Las puertas abiertas nos permiten admirar las agradables y refinadas estancias que nos dan una idea de las familias privilegiadas que allí habitan.Son tres las razas mezcladas: la indígena, la española y la africana. Los hombres son marinos, pescadores, ganaderos, azucareros, agricultores o comerciantes; pero todos, varones, mujeres y niños, son poetas o pintores, músicos, trovadores y artesanos, y bailadores todos.
Antes del alba los hombres con sus atarrayas salen a pescar al generoso río. Temprano, el muelle está lleno de actividad: vienen regresando los cayucos con las delicias del agua dulce y del mar, mientras las mujeres van al mercado al encuentro con la tradición.Después de un rato, salen de las cocinas exquisitos olores. Los platillos que las mujeres preparan son deliciosos no sólo por los productos naturales que los componen, sino por el gusto especial con que los elaboran y el toque distintivo de la sofisticada combinación de especias.
Mientras tanto, las cantinas ya tienen movimiento. Los hombres han regresado de trabajar y bañados, pulcros y alegres, se congregan en animada charla. Su lenguaje es muy cantado. Las risas, las fichas de dominó que golpean en las mesas de lámina y las copas de aguardiente de caña transforman el recinto en una algarabía popular.La panadería, con sus ricos olores, atrae a la clientela. La farmacia permanece igual que hace más de cien años, con sus pomos de porcelana, su caja registradora, su balanza y su boticario de bigotes retorcidos. El museo, instalado en una antigua residencia que luce un bello patio, tiene muebles de época y pinturas y retratos de Ferrando, testimonios costumbristas de la ciudad.Al mediodía Tlacotalpan parece un pueblo fantasma; todos están comiendo y después se pondrán a siestar, pero apenas se mete el sol se renueva la vitalidad. Los niños juguetean por las calles; las parejas salen a pasear; los abuelos sacan sus mecedoras de bejuco a los portales. Aunque ya sopla el fresco, las mujeres siguen abanicándose coquetamente.A la hora convenida suenan las campanas de la iglesia; y momentos después el santuario se llena de niños que van al coro y de mujeres con sus velas que van al rosario.No falta, en los días de fiesta, la música en el quiosco, para bailar la jarana o el romántico danzón, donde no hay distingos de ningún tipo.
La Virgen de la Candelaria tiene un santuario, y su fiesta, que se celebra el 2 de febrero, es de una alegría desbordante. Hay carreras de cayucos, toreada en las calles, desfile a caballo de parejas de jóvenes que lucen sus bellos trajes jarochos, comida exquisita y «toritos» (bebida hecha de jugos de fruta con aguardiente). La Virgen, con su «niño», lujosamente vestida, cubierta de alhajas, sale en una embarcación a peregrinar por el río. La gente la sigue en cayucos, le canta y le recita coplas, y al llegar la noche la regresa a su altar.Entonces empieza el fandango. En la plaza de Santa Martha se reúnen durante cinco noches los mejores arperos, requintos, jaraneros y trovadores. La música irrumpe en el cielo, en el río y hasta en el mar. Entonces Tlacotalpan, hermoso rincón veracruzano que parece de ensueño, se queda grabado para siempre en la memoria de todos aquellos afortunados que lo visitan.
Fuente: Tips de Aeroméxico No. 7 Veracruz / primavera 1998
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