Viaja a Campeche, la única ciudad amurallada de México
No todos los muros son monumentos a la intolerancia. Hay algunos que resguardan tesoros como la calma y la belleza. Murallas adentro, el tiempo campechano nos devuelve la libertad para volver a soñar con un mundo más amable y colorido. ¡Viaja a Campeche!
Es noche de viernes. En el hotel nos recomiendan cenar pan de cazón y con esa idea en mente nos lanzamos a una caminata de reconocimiento. Es una ciudad costera que se mece en una calma de provincia tropical al ritmo de la brisa. Sentados en una de las bancas del parque, bajo un enorme flamboyán, soñamos con hamacas colgadas en las columnas de los portales.
Un aroma de ajo y pescado nos empuja en dirección a la muralla. Salimos por una de sus puertas y estamos fuera de la ciudad patrimonial. Tenemos la sensación de haber dado un salto cuántico, del siglo XVIII al XXI en diez pasos. Poco más de cien centímetros de ancho separan –¿o conectan?– el virreinato con la modernidad.
El contraste con las construcciones funcionalistas es sorprendente. Rodeamos la muralla hasta el edificio del ayuntamiento, con una celosía blanca que brilla a lo lejos. A un costado, un edificio futurista nos hace imaginar que se trata de un ovni olvidado por unos marcianos en la década de 1950 y reutilizado con ingenio por los campechanos.
Entramos por la Puerta de Mar y nos encontramos con la calle 59, una peatonal salpicada de bares, restaurantes y tiendas con guayaberas y vestidos de lino, sombreros de jipijapa hechos en Becal, “sabucanes” (bolsas tejidas) de henequén y tallas en maderas preciosas. Después de cenar, avanzamos de bar en bar hasta el final de la calle 59, la Puerta de Tierra. Y aunque nos bombardean con reggaepop, la amabilidad de los campechanos lo compensa.
Empezamos el sábado con huevos motuleños y jugo de chaya en el restaurante Marganzo, un clásico. En el Museo de la Ciudad vemos unos videos simpáticos que cuentan la historia del asedio del puerto y la importancia de su muralla. Nos alejamos del centro para ir al fuerte de San Miguel. Vemos caer la tarde igual que los vigías del siglo xviii veían el paso de los piratas. Es tan claro el aire que alcanzamos a ver la curvatura del horizonte sobre el mar.
De vuelta en el casco antiguo paramos en la heladería La Brocha. Los sabores del sureste están ahí. Los probamos todos, pero nos quedamos con la guaya y el chicozapote. Helado en mano, nos perdemos por las calles. Vamos tan emocionados con los sabores tropicales que rebautizamos los colores de las casas con el nombre de un fruto: blanco es guanábana; anaranjado, mamey; amarillo, nance; morado, caimito. Nos tomamos media hora de selfies en nuestras fachadas favoritas. Mientras revisamos nuestras fotos nos damos cuenta de que no hay letreros o anuncios que contaminen nuestra experiencia. Tampoco hay basura en el suelo ni cables que rayen el cielo o nudos en los postes que eclipsen a las nubes. Más que ilustre, Campeche es una ciudad lustrosa. Aterrizamos de nuevo en la calle 59, esta vez en Chocol Ha, donde nos tomamos un chocolate espumoso como solo saben batirlo en el sureste.
La última parada de nuestro escape es la zona arqueológica de Edzná. Desde la cima de la gran acrópolis comprobamos lo que dice la guía sobre las bondades del ecosistema. Observamos sus árboles grisáceos que parecen secos, sus manchones de arbustos verdes y sus cerros de pendientes suaves por donde alguna vez pasaron los itzáes camino a Yucatán.
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