Juan Quezada, el hombre que cambió la vida de Mata Ortiz
La visión de Juan Quezada le dio a Mata Ortiz una vocación alfarera. En entrevista, nos cuenta cómo cambió la vida de su pueblo.
Juan Quezada imitó las ollas que los antepasados paquimés elaboraban, sus piezas tuvieron éxito entre los coleccionistas y hoy por hoy Mata Ortiz es cuna de grandes creadores.
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En la década de los 50, Mata Ortiz era un pueblo al que el ferrocarril le daba esplendor. Para entretenerse, la gente organizaba peleas callejeras. Uno de los personajes del lugar, el “Pinito” Molina anunció un día una batalla sin igual: lucharían cuatro con uno.
El “uno” era Juan Quezada (1940). Le temblaban la rodillas, no de miedo, asegura, de nervios. Era apenas un adolescente y aprovechó su condición física para derrotar a sus adversarios.
“Pero mi jefita me dijo: hijo, ésa no es una profesión, no me gusta que pegues ni que te peguen, así que te regresas a los burros”, contó el reconocido alfarero.
Nadie lo sabía, pero esa decisión le cambió la vida al pueblo. Mata Ortiz es un lugar donde imperan las montañas llenas de cuevas, ahí hacían sus casas los paquimés, cultura prehispánica que floreció en la zona.
Cuidando burros, Juan las recorría de cabo a rabo y en uno de los recovecos se encontró un entierro.
“Yo creo que era un matrimonio y alrededor tenía ollas, una amarilla y al norte otra blanca, eran muy bonitas, no estaban ni manchadas ni nada. Y entonces yo me propuse hacer unas igualitas, nadie me dijo cómo se hacían,
yo comencé a experimentar hasta que me salieron”.
Juan Quezada es un hombre franco, habla con energía y suelta chistes a cada frase. Tiene ese acento marcado de los norteños que lo hace encantador.
Años después, el tren dejó de pasar y el pueblo entró en decadencia. En ese tiempo, la década de 1970, un sujeto extraño llegó a Mata Ortiz, un “gringo” preguntaba por las calles quién era el autor de unas ollas que se encontró en un mercado de pulgas, así fue como el arqueólogo Spencer MacCallum conoció a Juan Quezada.
Sensible ante el valor de las ollas, Spencer le propuso a Juan un trato que al burrero le sonó a locura: dejaría de cuidar burros y se dedicaría sólo a perfeccionar su técnica, mientras tanto, Spencer le pagaría un sueldo.
“Yo lo primero que le dije fue: oye, y cuántos meses me vas a pagar”, recuerda entre risas, “él me contestó: cálmate, cuando ya estemos listos los dos, vamos a decidir qué paso sigue… y así jue”.
Al año y medio tenían 85 piezas con las que comenzaron a recorrer museos de Estados Unidos. Hoy por hoy, una vasija sencilla puede venderse en mil dólares, las compran principalmente coleccionistas estadunidenses, y el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías las considera icono de la cultura popular mexicana.
Juan tuvo la sabiduría de compartir su técnica, lo que le cambió la vida al pueblo, pero no fue sencillo ya que su familia se oponía.
“Luego tú qué vas a vender, me decían. Pero yo pienso que si el sol sale lo hace para todos. Cuando yo comencé esto tocó la casualidad de que era cuando el pueblo ya estaba muy en decadencia pero renació con la cerámica.
Con la alfarería nos mejoramos todos, compramos nuestras vaquitas, nuestros terrenos… antes no teníamos ni para un triste burro».
Este alfarero goza de prestigio internacional y en 1999 ganó el Premio Nacional de Ciencias y Artes, además de otros galardones que tiene en su haber. Pero su esencia sencilla no cambia, de hecho, sigue viviendo en la misma casa de siempre.
“Una vez vino uno, me dijo: y esto, yo creí que vivías en un palacio. Le contesté que independientemente de cómo él la viera, mi casa para mí era un palacio”.
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