La zafra y el azúcar a orillas del Papaloapan (Veracruz)
Entre machetes y caña crece la gente del azúcar y sus manos sostienen una de las industrias más importantes de Veracruz.
México ocupa el octavo lugar mundial en producción azucarera y la zafra constituye la principal forma de vida de muchas poblaciones situadas en las orillas del río Papaloapan.
Desde el puerto de Veracruz, por la carretera que va a Cosamaloapan, y a hora y media de camino, el conocido Tlacotalpan es la puerta de entrada a un vasto número de rancherías, todas ellas dedicadas al cultivo de la dulce gramínea.
La vía que conduce a Amititlán está tapizada de cañas de azúcar aplastadas por los vehículos de carga; un aroma dulzón acompaña al rocío de las seis.
Una de las fábricas de azúcar más grandes de Veracruz se encuentra en le poblado Carlos A. Carrillo; en el horizonte divisamos el humo blanco de las chimeneas del ingenio San Cristóbal, escondidas entre palmeras y palos de mango.
Por el camino avanzaba lenta y ruidosamente un ejército de tractores jalando vagones de metal cargados de caña. Aquellos parecían un congestionamiento de hormigas esperando depositar su cargamento. No había duda: estábamos en el corazón de la zafra, en la cuenca del río Papaloapan.
EL RITUAL DE LA ZAFRA
Durante los seis o siete primeros meses del año, las poblaciones de esta área se vuelcan casi por completo al corte de la caña de azúcar o zafra. Veracruz aporta el 50% de la producción nacional de este endulzante gracias a los 22 ingenios que se localizan a lo largo de su territorio.
Aunque existe maquinaria para realizar la faena de la zafra, en la mayor parte del país aún se corta con machete. Un solo trabajador puede desmontar hasta 8 o 9 toneladas de caña al día.
Con el fin de facilitar su trabajo, los jornaleros queman los cañaverales para despojar a la caña de sus hojas y destruir la hierba silvestre. Aunque esta práctica puede resultar extraña, los cañeros afirman que tal método agiliza el corte, no daña los cultivos, y se logra una consistencia “menos correosa”.
A partir de la cepa, la caña después de cortada vuelve a crecer de una temporada a otra. Hay algunas que han durado 20 años, pero es conveniente renovarlas cada cinco.
FUEGO EN LA NOCHE
A unos 9 km de Carlos A. Carrillo nos internamos por un complicado camino de terracería que cruza entre cañaverales separados por brechas hasta donde se realizaría la quema.
Era de noche y al apagar las luces del vehículo nos percatamos de que no podíamos ver nada, ni siquiera nuestras propias manos, aunque sí escuchar el zumbido de los mosquitos. A lo lejos apareció la silueta de un hombre iluminada por las luces de una levantadora (especie de buldozer con pinzas que se utiliza para alzar la caña del suelo y cargar los camiones). Era el trabajador que realizaría la quema en un cañaveral de aproximadamente 2 hectáreas.
Con una hoja de palma, el cañero inició el fuego por la parte trasera del sembrado, en la dirección del viento para que se extendiera rápidamente. Las primeras llamas alcanzaban un metro de altura; de pronto, se empezó a escuchar el tronar del fuego sobre las hojas de la caña, y el cielo se cubrió de humo blanco; era como estar dentro de una cazuela gigantesca de palomitas reventando.
Pero el humo blanco empezó a pintarse de toda clase de naranjas y rojos y el aire lo hacía tomar diferentes formas y direcciones; se sentía un sofocante calor sobre el rostro. Las flores de las varas desaparecían y la ceniza flotaba entre las brillantes hojas verdes que aún seguían vivas en esta extraña aurora boreal veracruzana.
Después de una hora, por fin el fuego se apagó; en el aire flotaba un dulce olor a miel.
ABRIRSE CAMINO A MACHETAZOS
A la mañana siguiente, los hombres se abren camino a machetazos por el cañaveral ennegrecido. Después de un par de horas de trabajo sus rostros ya está tan tiznados como la caña; sin perder el ánimo cantan desafinados, formando duetos. Al ver la cámara todos empiezas a posar, al grito de “péinate, compadre”.
La temperatura ha empezado a subir y la humedad se siente sobre la ropa dulzona y pegajosa, adherida al cuerpo, pero nadie se detiene porque para la tarde se ha pronosticado un norte (tormenta), y si el clima cambiara de pronto y lloviera, la cosecha se echaría a perder.
Los trabajadores cortan las cañas una a una y las lanzan hacia el montón más cercano (pila) que luego se llevará la levantadora.
Es frecuente verlos trabajar descalzos; tienen ya curtidas las plantas de los pies, y no les preocupa que las tarántulas, tan comunes en esta zona, los puedan picar. Dicen que son “mansitas”, y que sólo los alacranes pequeños son venenosos, aunque los grandes llegan a medir hasta 15 centímetros.
Cuando la levantadora comienza su labor, los trabajadores ayudan acomodando la caña en los vagones, para evitar que se caigan por la carretera o tener que “rasurarlos” (cortar la caña saliente de los vagones), al llegar al ingenio y antes de pasar por la báscula. Esto significaría menos toneladas, es decir, menos dinero.
Al jornalero le pagan las toneladas de caña cortada entre 10 y 12 pesos. Pero como en la mayoría de los casos se trabaja en equipo, el total de toneladas se divide entre el número de trabajadores.
Existe una gran variedad de cañas. En esta zona se siembran 75 tipos de diferentes, algunos con más resistencia a las plagas y al clima que otros. Las hay con diversos contenidos de sacarosa (azúcar): la que aquí se cortó es la llamada P.O.J.; los trabajadores le dicen “piojota”, aunque ninguno sepa lo que significan las siglas.
Este cultivo es muy resistente, cualidad importante en la cuenca del Papaloapan, que constantemente sufre inundaciones y cambios climáticos provocados por los “nortes” (vientos fríos) y “sures” (vientos calientes). El norte pronosticado para esa tarde entró a medias y el calor por fin descendió, “pero no tarda en componerse el día”, decían los lugareños.
LAS PANGAS
Uno de los transportes más pintorescos y característicos de la zona es la panga, plataforma metálica gigante que cruza incesantemente de un lado al otro del río llevando a cuestas camiones, autos, animales y tractores que jalan vagones cargados con la cosecha de los plantíos más aislados.
Antiguamente, la mayor parte de la caña se transportaba por el río hacia el ingenio en embarcaciones llamada “chalanas”. Después sus cascos se utilizaron para construir las pangas.
Edificar puentes sobre el río para comunicar ambas orillas parecería una solución práctica, pero el Papaloapan y sus afluentes se desbordan constantemente y provocan grandes inundaciones que han incluso destruido las carreteras aledañas.
Operadas por el motor de un tractor y por cables de acero que las guían en su corto trayecto, las pangas van y vienen todo el día, transportando caña hacia los ingenios de San Cristóbal y San Gabriel. En ellas también cruzan gratis peatones y ciclistas.
Desde estas gigantes trajineras resaltan las claras aguas del Papaloapan, rodeadas por abundante vegetación y pequeñas casas de madera y techo de palma pintadas con los tradicionales azul, rosa y verde pastel de la región.
Aun en estos tiempos, no deja de maravillarnos el proceso de producción del azúcar. El machete sigue siendo el mismo instrumento de trabajo de la época de los trapiches y las grandes haciendas azucareras. Por eso, cuando se extingue el humo de las chimeneas del ingenio, la gente de la caña vuelve con su redes al Papaloapan.
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