Fotografías asombrosas de la Selva Lacandona
La Selva Lacandona es un lugar mágico que nos recuerda la historia del pueblo maya. En cuanto veas estas imágenes, querrás conocerla.
Entramos en la selva chiapaneca con los sentidos bien abiertos, dispuestos a experimentar la intensidad del presente. A cambio, ella nos devolvió el asombro, nos mostró nuestro lugar en el mundo y nos regaló historias que transformaron para siempre nuestra percepción.
1. El regreso
Entramos a los senderos del parque EcoMundo en un carrito eléctrico. Donde antes había reses pastando, ahora hay árboles y lianas. Nos estacionamos en una especie de ojo de selva, donde crece una comunidad de enormes hojas elegantes. Caminamos bajo su sombra sintiéndonos como enanitos.
Hay perlas de rocío sobre las hojas, las vertemos sobre la palma de la mano para refrescarnos. ¿Cómo es que un placer tan sencillo puede poner en duda nuestras prioridades en la vida moderna? Esa misma pregunta fue la que llevó a los propietarios de este lugar a sacar las reses de los antiguos potreros, a traer los árboles de vuelta y a crear un desarrollo mixto.
Los lotes residenciales se mezclan con el área protegida, los senderos interpretativos y un espacio de convivencia. Crearon un lago artificial donde igual se puede nadar un triatlón que remar en familia. En una ladera tienen un restaurante donde sirven especialidades regionales.
Desde ahí vemos un pequeño puente que cuelga sobre un manantial. Lo atravesamos corriendo hacia los senderos, atendiendo al llamado de una selva que renace. Solo hay que dejar que la naturaleza haga lo que mejor sabe hacer: atrapar la luz en sus entrañas y convertirla en vida.
2. Surgir del maíz
Esta es la cuarta vez en mi vida que estoy en Palenque. Cada vez que vengo es distinto. El telón verde que enmarca los edificios siempre cambia, igual que las historias que guardan sus templos. En los oscuros pasadizos del Palacio, nuestro guía nos hace descubrir un dintel: una planta de maíz sube por el marco de la puerta, pero su fruto no es una mazorca, sino un hombre que está naciendo al mundo.
Incluso la posición de su cabeza recuerda a la de los niños cruzando el umbral del cuerpo de su madre. La imagen resume un rito fundacional que aún realizan muchas comunidades en Chiapas. Tras la siembra del maíz, el sacerdote entra en una cámara o una choza totalmente oscura.
Ahí pasa nueve días, los mismos que tarda en brotar la semilla. La mañana del noveno día, cuando la plantita ya asoma la cabeza, el sacerdote también sale a la luz, transfigurado en cuerpo y espíritu de maíz.
Seguimos recorriendo el sitio y notamos cómo, de hecho, son las plantas las que marcan el tiempo humano. Es en torno a ellas que se han construido los grandes mitos y las culturas. Todo nuestro alimento viene, directa o indirectamente, de ellas. Tal vez por eso toda nuestra ansiedad desaparece cuando estamos más cerca de la tierra.
3. Desconectarse, reconectarse
Está amaneciendo, vamos rumbo a Yaxchilán. A diferencia de los gallos y los turistas, aquí las nubes se levantan tarde, siguen recostadas entre los pliegues de la sierra lacandona. Hoy toca desayunar en el parador Valle Escondido, un hermoso comedor de madera envuelto por un brazo de selva.
Hay huevos de granja, chilaquiles, frijoles refritos, café y chocolate caliente. El olor de la leña envuelve el comal, donde ya se inflan las tortillas de maíz quebrado. Aunque ya empieza a salir el sol, bajo el domo de la selva siempre hay una especie de penumbra. Mientras terminamos de desayunar, los árboles dejan caer gotas de luz sobre la mesa.
4. La línea de agua
A la zona arqueológica de Yaxchilán solo se llega por lancha a través del río Usumacinta. El embarcadero está en Frontera Corozal, del lado guatemalteco.
Frontera Corozal es un pedacito de Guatemala: cambia la hora, cambian los productos, pero no cambia la gente, no cambian las ceibas ni los monos aulladores, no cambia la selva. Afortunadas las aves que pueden volar de un lado al otro de la línea sin pasaporte. La vida no entiende de fronteras, esas líneas trazadas desde un escritorio.
5. El reino de las piedras verdes
El trayecto en lancha hasta Yaxchilán dura 40 minutos, pero se sienten como un viaje transdimensional. Poner un pie en la zona arqueológica es como entrar en una esfera de humedad, ahí el tiempo transcurre denso, el sol golpea en cámara lenta y el grito intermitente de los saraguatos es la música de fondo.
El sendero que lleva hacia el conjunto principal está vigilado por árboles inmensos, en cuyas cortezas crecen todo tipo de hongos que parecen salidos de un cuento fantástico. Al final del camino, un muro de piedras cubierto de verdín hace honor al nombre del sitio (Yaxchilán, “piedras verdes” en lengua maya). Atravesamos una serie de pasillos absolutamente oscuros.
Olor a guano, aleteo sobre nuestras cabezas, chillidos como de ratón. La naturaleza siempre recupera lo que abandona el ser humano. Dejamos atrás la casa de los murciélagos y vemos una luz del otro lado del umbral.
Un par de escalones nos regalan una visión impresionante: los actuales señores de esta ciudad son árboles centenarios de más de 40 metros de altura, recubiertos de todo tipo epífitas, habitados por todo tipo de seres visibles y microscópicos.
Todas las piedras están envueltas de verdín. En los pliegues de ese terciopelo vivo surgen selvas diminutas, y de ellas, pequeños helechos que van creciendo hasta formar una mancha de vegetación, que a su vez crece formando enredaderas que se conectan con enormes helechos hasta volverse un continuo de selva.
Aves que suben y saltan de una fronda a la otra, insectos en un trajín perpetuo de polen y néctar. La naturaleza recreándose sobre sí misma.
Quién vivió en Yaxchilán, qué hacían, cuál era su relación con Palenque y Bonampak, cuánto medía… No puedo concentrarme en las palabras del guía; mi atención está atrapada en la danza infinita de la vida.
De pronto, el zumbido de una chicharra corta el aire de la selva, comienza una y la siguen cientos, miles. Luego aparece el sutil graznido de los carpinteros, es una pareja que picotea el tronco de un árbol altísimo que se bifurca en el aire. El rugido de los aulladores parece ser el clímax de la sinfonía selvática, pero no: es el canto de un pájaro amarillo, por su pecho sube un sonido acuático.
Tratando de seguirlo, me alejo y pierdo de vista a mi grupo. Escucho la voz del guía dentro de un paraje de selva tupida, pero no me atrevo a entrar. No hay más seres humanos a mi alrededor. Soy diminuta al lado de la ceiba monumental que me cubre.
Y enseguida observo la belleza de los edificios que aún están en pie. Al contrario del hombre moderno occidental, que pretende “dominar” a la naturaleza, los mayas buscaban estar a la altura de su magnificencia.
Ni los mosquitos succionándome la sangre por encima de la camisa empapada de sudor, ni la entrepierna rozada por la caminata o la cara ardiendo de sol importan. La belleza de este momento es insuperable. El aullido de los monos me saca de mi ensoñación.
Están a pocos metros de mí. Alzo la mirada y un grupo de seis monos y sus crías se desplaza por encima de mi cabeza. Y es que la zona arqueológica es su territorio cuando comienza a caer el día. Del otro lado de la plaza, mi grupo me hace señas. La lancha ya nos espera en el embarcadero.
6. El campamento
Está por oscurecer cuando llegamos al campamento lacandón Top Che. A la entrada del comedor, que también sirve de salón de talleres y recepción, un grupo de mujeres en plena tertulia –mamás con bebés de brazos, adolescentes y mujeres mayores– ríe a carcajadas. Llevan vestidos coloridos y sueltos, con estampados florales y geométricos fuera de lo común. Las más jóvenes son coquetas y muy desenvueltas.
En el campamento nos proponen participar en alguno de sus talleres. Elijo hacer un collar de semillas. Y ahí estamos, seis mestizas y cuatro lacandonas enhebrando cuentas. Es cuestión de minutos para que también comencemos a enhebrar historias de ambos lados.
Algunas chicas lacandonas hablan español y traducen para nosotros lo que dicen las mayores. Me entero, por ejemplo, que aquí las mujeres tienen una vida sexual mucho más libre y responsable que muchas comunidades mestizas y urbanas, incluyendo la mía.
Mis prejuicios van cayendo al suelo uno por uno; entre confesión y comadreo, no nos damos cuenta de que ya vamos en el segundo collar. En la mesa de al lado, el patriarca de la comunidad enseña a fabricar flechas y nos explica cómo tensar el arco, cómo hay que esperar a la presa.
Ahí donde nosotros vemos un artefacto artesanal, ellos ven su herramienta básica de subsistencia. Aquí la comida no llega en camionetas a una tienda, no hay gente obesa, no hay dentaduras incompletas. Los habitantes de Lacanjá son, ante todo, cazadores y recolectores.
Y aunque a nosotros nos den de cenar arroz y pollo con pimiento y cebolla, sabemos que ellos comen de otra forma. Y aunque este lugar se llame “campamento”, es más bien un lodge cómodo y muy seguro.
7. Vivir fuera de la matrix
Está clareando cuando salimos de la cabaña rumbo al comedor. Caminamos por la orilla del río pintado de azul índigo por el reflejo del cielo. ¿De dónde viene tanta agua? ¿Qué fuerza hace que un río corra sin parar durante cientos de miles de años? Son preguntas retóricas, pero es inevitable hacerlas cuando nos detenemos a observar.
De pronto, nos damos cuenta de que algo falta en nuestro paisaje habitual: no hemos visto ni una sola envoltura o envase de plástico, no hay basura, no hay letreros de marcas con promesas tan coloridas como falsas, no hay natas de jabón sobre el agua, no hemos escuchado ni un solo tum-tum de reggaetón saliendo de alguna bocina.
Estamos fuera de la Matrix, en una de las escasas comunidades del mundo en donde no hay contaminación industrial de ningún tipo. Ni siquiera alcanzamos a imaginar todo lo que los lacandones han tenido que pasar para resguardar este tesoro.
8. El corazón de la selva
Ahora vamos a atravesar la selva. Nuestros guías dicen que tardaremos 40 minutos. “Cuarenta minutos”, pienso en silencio, “¿cuánto es eso?”. Me doy cuenta de que ya perdí la noción de las horas. Ahora el tiempo es eso que ocurre entre la sorpresa y el descubrimiento.
Caminamos en una fila silenciosa, vamos sin detenernos. Hemos aprendido que, si te paras, te conviertes en presa de alguien más, llámese moho, rama, abejorro, mosquito… u hormiguero.
La chica de adelante siente un piquete en la pierna y se detiene para sacudirse las manchas de hormigas –no exagero– que están trepando frenéticas por sus piernas. ¡Y por las nuestras! Entre el horror y la risa, le gritamos que avance. Tarda en reaccionar y comenzamos a correr en desbandada.
Cuando por fin logramos recomponer la fila, nos damos cuenta de que acabamos de pasar por un hormiguero del tamaño de un patio de escuela. Nuestros guías van mucho más adelante y nos piden que subamos con cuidado. ¿Subir? Levantamos la mirada y a lo lejos alcanzamos a ver un pequeño cerro cubierto de rocas.
Avanzamos un poco y entonces lo vemos claramente. Es uno de los templos de la ciudad perdida de Lacanjá, rodeado por lianas y sostenido por las raíces de una ceiba. Siento una especie de reverencia ante la escena. ¿Qué habrán sentido los arqueólogos que encontraron este templo? ¿Qué habrán sentido sus antiguos pobladores al abandonarlo? Le pregunto a nuestros guías qué sienten cuando ven ese templo.
Sonríen, alzan los hombros y siguen caminando. No es que les dé lo mismo, pero para ellos, esas piedras antiguas son igual de valiosas que un árbol, un coatí, una libélula o un ave. Ellos realmente viven fuera de «la Matrix». Después del ataque de las hormigas, voy caminando con la vista clavada en el suelo.
Empiezo sentir un poco de cansancio, pero el impulso de mi curiosidad por la selva es más poderoso. Si en Yaxchilán había hongos maravillosos, en esta selva sus formas resultan alucinantes: hay copitas de color naranja y textura de látex, colonias de escamas blancas y negras, simulaciones de pétalos amarillos o corales blancos en miniatura, conchas de almejas invertidas…
De asombro en asombro llegamos a unas cascadas, luego de bañarnos y de tomar un refrigerio, seguimos nuestro camino hacia una parte de la selva más alta y más iluminada. Nos vamos quedando hasta atrás del grupo con uno de los guías lacandones. Nos detuvimos sin saber por qué ante una ceiba monumental.
Contamos los “ojos” en su corteza y tratamos de calcular su edad. ¿300 años? Tal vez más. Entonces nuestro guía señala tres marcas de machete en el tronco, como a 3 metros de altura. “¿Ven esos cortes que parecen una garra? Cuando un lacandón abre un sendero en la selva, va dejando su marca sobre los árboles para reconocer el camino. Esa marca debe tener como 80 años y es del abuelo de uno de nuestros guías.”
No sabemos ni qué hora es, pero no importa. Nuestro guía viene con nosotros, va nombrando especies, contando historias, haciéndonos bromas. De pronto alarga el brazo y señala una cortina de lianas muy verdes: “Ahí está la salida”. En medio se adivina un hueco.
Cuando lo atravesamos, nos damos cuenta de que acabamos de pasar por un umbral. Como cuando sales de un templo y te deslumbra la luz del atrio. Hasta que estuvimos afuera lo comprendimos que esa mañana, cuando nos subimos a la lancha, entramos al territorio sagrado de la selva, y que pudimos hacerlo gracias a la generosidad de sus guardianes y protectores, los lacandones.
9. Kilómetro cero
Se terminan las curvas, volvemos a rodar sobre la planicie de la carretera. Regresa la señal del celular, se restablece el sentido del tiempo. Entran en cascada miles de mensajes por Whatsapp. Uno de ellos pregunta cómo me fue. Tardo un buen rato en decidir mi respuesta. “Estoy cansada, pero no físicamente.
La selva no es una suma de elementos, sino un solo organismo continuo, un gran ser terrenal que te exige una energía muy particular para estar ahí. Si estás dispuesto a prestarle toda tu atención, te va a revelar secretos increíbles, va a responder preguntas que ni te imaginabas.” “Órale, ¿como un dios?” “Sí, algo así.”
Haz Más…
Si deseas subir el tono de la experiencia, apúntate para hacer rafting. Después le sigue una caminata por la selva a la ciudad perdida y un baño final en unas cascadas.
Yo tenía un nudo en la panza. Nunca había hecho rafting y la cantidad de instrucciones que nos dieron los guías me produjo emociones encontradas. Aún así, mis tripas sabían que todo iba a estar bien: en primer lugar, dos de nuestros guías son chicos lacandones certificados en ecoturismo (¿quién mejor que ellos para recorrer la selva?); en segundo lugar, vamos con Explora Travel, una compañía mexicana de ecoturismo que respeta profundamente a las comunidades locales.
Cuando piensas que el paisaje ya no puede ser más impresionante, el río da una vuelta y te regala un túnel de árboles por donde se filtran los dedos del sol, o un grupo de sauces acariciando el agua con sus ramas. Y así, de caída en caída, llegamos al final de la emoción.
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