Cata de café en Guadalajara
En la colonia Americana, en Guadalajara, existe una cafetería pet friendly que se llama Fitzroy Espresso Bar. Te contamos nuestra experiencia en este lugar.
Fitzroy Espresso Bar es dirigida por un sueco —ahora tapatío— al que le interesa, además del tequila y la raicilla, el café mexicano. Arriba de Fitzroy Espresso Bar se encuentra El Gallo Altanero, el bar donde el güero venido de lejos atesora un amplio catálogo de bebidas espirituosas regionales.
Abajo las historias son otras, caben en una taza, y lo mismo poseen el carácter franco de un espresso o un long black, que se acompañan de leche y se transforman en capuchinos, flat whites, macchiatos. El chai hecho en casa y el matcha latte figuran en el menú, al igual que las cosas que el helado mejora, como el affogato o un iced latte con nieve de horchata. Hay hasta un café de olla (versión cold brew) con coco.
Pero ningún arrebato creativo o receta serían los mismos en el mundo del sueco si el ingrediente principal, el café, no tiene calidad o no es tratado con consideración. Los miramientos de Freddy Andreasson no comenzaron aquí en nuestro país sino en el suyo. Cuenta que hay dos ceremonias de interior que los nórdicos repiten sin cesar.
Cuando alguien visita una casa, insiste en quitarse los zapatos para no ensuciar el hogar ajeno, el anfitrión asegura que no es necesario, el invitado de todas formas lo hace; entonces el de casa ofrece al de fuera un café, el otro reitera que está de paso o lleva prisa, no quiere dar molestias, pero no importa lo dicho, siempre se acaba tomando café.
Cuando Freddy salió de Suecia y se fue a Australia, a la aventura, se llevó consigo esas dos costumbres escondidas en la memoria sin saberlo: la tendencia a mostrar respeto y el acto de beber café en consecuencia. Luego lavó platos, sobrevivió en un lugar distinto, descubrió sin mucho afán el oficio de barista, pasaron diez años.
Vino a México. Y lo que había aprendido por necesidad era ahora una pasión. Abrió Fitzroy en Guadalajara y puso a su cafetería el nombre de un barrio en Melbourne donde no faltan lugares para encontrar buen café ni gente que sepa apreciarlo. Aquí, pensó, tendría que ser lo mismo.
Y como no iba a serlo si hay fincas cafetaleras adornando el paisaje mexicano por todas partes. Se avocó entonces a buscar productores en las inmediaciones de Guadalajara. Resultó que no solo se cultivan tesoros en las regiones conocidas —Oaxaca, Chiapas, Veracruz o Puebla—; también existen las condiciones para que el café de altura se eleve en busca de nubes en Jalisco, Michoacán y Nayarit.
De esos tres estados provienen muchos de los granos utilizados a diario en Fitzroy. Había dos cosas que Freddy podía hacer con dichos granos: controlar él mismo su tostado y mezclaros, así como organizar catas de vez en tanto para que los clientes pudieran degustarlos.
Lo primero fue resuelto asociándose con Gerardo F. López, un maestro tostador que le ayuda a estandarizar la calidad de las semillas caseras. Las catas sirven al güero para propalar una pregunta nada sencilla en realidad: ¿a qué sabe el café? No habrá nunca una única respuesta, pues cada planta y cada cafetal provienen de circunstancias distintas.
Cambian la densidad, el tamaño, y la propia historia del cafeto compuesta de tierra y sombra, de geografía. De ahí que cada lote deba tostarte de manera distinta. Lo importante, asegura Freddy bajo su eterno sombrero, es no rostizar de más las bayas, no asarlas al punto de que pierdan su aroma o su pasado, ese en el que fueron primero frutos.
El café no es solo ácido o amargo, posee, además sabores dulces, melazas, texturas secas y volátiles. Para que esas sutilezas lleguen a la boca de alguien, existe una línea de gente detrás a la que debe importarle su trabajo. El café es rito y es consistencia.
Empieza en la pizca (una semilla de café arrancada antes de tiempo puede tornar astringente todo un saco) y termina con el barista y su destreza para no opacar en un tazón toda esa narración colectiva. Tomar café —si es en Fitzroy puede ser en compañía de un sándwich en pan de masa madre con huevos revueltos y tocino, o de hot cakes con crema de limón y trocitos de merengue— es al final de cuentas un pequeño homenaje a esa imperceptible cadena de manos y granos.
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