La historia de un amor que trascendió la muerte - México Desconocido
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Arte y Artesanías

La historia de un amor que trascendió la muerte

Oaxaca
Hierve el Agua
© Fotolia

El compositor y escritor Armando Vega-Gil (qepd) viajó a Oaxaca y creó esta historia de amor en uno de los escenarios más románticos de México.

Oaxaca: una historia de amor más allá de la muerte

Quisiera llorar

Isadora y Teo amaban la ciudad de Oaxaca: «en la punta de la nariz del guaje». La amaban desde su Jardín Etnobotánico, de cactáceas reflejadas en espejos de agua, hasta el Museo de Arte Contemporáneo, MACO. Y de allí, tomados de las manos como novios primerizos, iban al Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, con los cuarenta y tres papalotes de Toledo. Isa aprovechaba esas visitas para ir a una clínica de rehabilitación en Reforma. Los terapeutas le daban alivio, como nadie, a un problema en las cervicales que le provocaban migrañas formidables, crisis de agotamiento. Ella y Teo se habían hecho la promesa de mudarse allá, y, cuando iban a lograrlo, vino la catástrofe. Isa se molestaba tiro por viaje con Teo pues él solo quería estar en la capital en aventuras gastronómicas sin fin, desde el menú avant gard de La Pitiona, hasta el Mercado Juárez, entre los tacos de tasajo a las brasas y tejate. —¿Para qué salir de aquí si todo es perfecto? —Porfa, Teo. Vamos a darnos una vuelta a Hierve el Agua. A Monte Albán, que está cerca. Pero llegaba la noche y se iban de parranda. Ambos eran fanáticos del Madre Cuixe… hasta que los médicos le prohibieron el mezcal a Isa: con este, las capas del epineuro, que cubrían sus ramificaciones nerviosas, se inflamaban como gusanos de maguey. Dolor indescifrable. Los viajes a Oaxaca cesaron. La tarde en que partió Isa, Teo lloró a los pies del camastro de hospital como jamás creyera poder hacerlo.

Cual hoja al viento

Teo temblaba del alma al vacío cuando pisó Oaxaca. Se fue de rodillas al suelo del aeropuerto. Una mujer hermosa lo ayudó a levantarse. ‒¿Está bien? No, no estaba bien, quería gritarlo, pero la sonrisa de ella lo hizo contenerse. ‒Gracias, es solo que… ‒dijo, abrazó a la hermosa y caminó rumbo la noche. Tenía miedo de cruzar el Centro, reconocer las calles, el zócalo, la bóveda celeste bajo la que se cobijara con Isadora. ¿Lo hizo? ¿Anduvo por el Paseo Alcalá, mirando perros alados?, ¿observó niños corretear entre árboles, vendedoras de pan con vinagre, abuelas con tapabocas? Fue directo al hotel, tirando cuesta arriba, cerca de un acueducto en ruinas. Y repitió el pasaje del poema de Paz que leía a Isa cuando ella estaba en coma: “Caminé por la noche de Oaxaca, inmensa y verdinegra como un árbol, hablando solo como el viento loco, y al llegar a mi cuarto…, no me reconocieron los espejos”. El Misión estaba remodelado, con las paredes blanquísimas como la piel de Isa. En su cuarto, Teo se miraba al espejo sin poder reconocerse: a su izquierda faltaba ella. ¿Había caminado por la noche de Oaxaca?

La vida en su prisa nos conduce a morir

La agenda de Teo estaba trazada en el apuro de visitar en días esos lugares que esquivara con Isa. El Misión había puesto a su servicio un guía orgulloso de su origen zapoteco, y en el museo de sitio de Monte Albán, él habló sobre un cráneo que miraba sin ver. En un parietal tenía tres perforaciones hechas para liberarlo de dolores de cabeza insoportables, aminorando la presión en las meninges. El paciente se habría vuelto fanático de las trepanaciones, hasta que la tercera se infectó, matándolo. ¿Esto habría aliviado las migrañas de Isa?
La pregunta era absurda, e imaginó a su novia trepando por las pirámides de la Plataforma Norte con un parche en la cabeza, bailando con las estelas de los danzantes, vestida de huipil, sentada junto al abuelo que vendía artesanías bajo la sombra de un guaje. Los antiguos sepultaban a sus muertos bajo el piso de la cocina para tenerlos siempre cerca. Pero Teo e Isa vivían en un departamento de concreto, tercer piso, y no había más que depositar un puñado de las cenizas de ella en Hierve el Agua. Las llevaba en una pequeña olla de barro negro. En sus últimas horas, Isa musitaba una canción estremecedora: Yo quiero que a mí me entierren como a mis antepasados, en el vientre oscuro y fresco de una vasija de barro. La atención de Teo se concentró en cada una de las mujeres que se asaban bajo el sol de Monte Albán: todas eran Isa… Sí, pero ninguna su Isa. Al salir de las ruinas, una banda de metales tocaba: Muere el sol en los montes, con la luz que agoniza, pues la vida en su prisa nos conduce a morir.

Morir de sentimiento

En San Martín Tilcajete encontró un taller de bestias talladas en madera, perros en costillas vivas, calaveras. El antebrazo de un artesano que coloreaba un gorila en ácido lisérgico estaba rayado con un tatuaje a una sola tinta. ¿Habría en la ceniza que llevaba Teo ese fragmento del poema Piedra de sol que Isa se tatuara: amar es combatir? Una abuela lo miraba. Él no compró una sola pieza, así que fue alcanzado por la doña, quien le puso en la mano un ángel con cabeza de iguana en amarillos y naranja. ‒Esto no va a quitar la nube gris que flota sobre ti, pero pondrá color al final del túnel. ¿Por qué la doña de los alebrijes le había dicho aquello? La respuesta vino al final de un pasadizo que conducía al techo del convento de Cuilapan: la silueta de una chica trepaba por las escalinatas, un ángel recortado contra un disparo de luz anaranjada. Salías del templo un día, Llorona, cuando al pasar yo te vi. Hermoso huipil llevabas, Llorona, que la virgen te creí.

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Dios nunca muere

Un cielo azul Prusia recortaba un busto en oro de Juárez que a Teo le pareció un nudo en la corteza del árbol más ancho del mundo, el Tule, al que las abuelas de las abuelas habrían venerado, un sauce de cristal, un chopo de agua…, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre. Teo no quería parar en Mitla, pero el guía lo persuadió: sabía que esa vasija que llevaba contenía lo más valioso de su existencia: la inexistencia… y le explicó: ‒Mitla viene del náhuatl, Mictlán, “Lugar de los Muertos”. Pero en su nombre en zapoteco hay más consuelo: Lyobaa, “Lugar de Descanso”. Y, Teo, es hora de que eso que llevas en las manos descanse. «¿Por qué todo mundo en Oaxaca sabe lo que se agita dentro de mí?» Nietzsche había dicho que Dios había muerto. A Teo no le cabía duda: todo era vacío, el hueco de una olla de barro. De nuevo, un viento de música de banda: la vida en su prisa nos conduce a morir. Pero no importa saber que voy a tener el mismo final porque me queda el consuelo de que Dios nunca morirá. Teo le preguntó al guía cómo dar gracias en su lengua. —Diushi pe lii. Que Dios esté contigo.

Si dos se besan

En Hierve el Agua volvió a caer de rodillas junto a las pozas de agua verde helada; ahora nadie lo ayudaría a levantarse. El guía lo había llevado allí vía Tlacochahuaya, y esa parada tenía sentido: el maestro mezcalero le mostró el horno de piedra hundido en la tierra, un sepulcro del que emergían cráneos trepanados de agave. Teo había comprado una botella de Madre Quixe. Como Hierve el Agua tiene sus propios guías comunales, una voz nueva lo llevó a la base de la caída de agua. Bajaron por una pendiente de polvo. El guía, pequeño y correoso, andaba a saltos de roca en roca. Los muros calcáreos del chorreadero se abrieron como pliegues de una cortina monstruosa. Allí estaba de nuevo la chica al final del túnel del convento: un ángel con rostro de madre, de abuela y niña, la protagonista de historia de amor.
Sacó de su mochila la vasija y una pala de jardinería para enterrar las cenizas de su novia, en el vientre de la tierra, en lo que debiera ser el piso de la cocina de Isa. Tras él, el guía y la chica. Cuando cubrió la tumba minúscula, el guía tenía la botella de Madre Quixe en la mano derecha. Tomó una caña, y la llenó para verter un poco en el suelo.
Aquello hubiera sido una pesadilla de no ser porque antes y después de la vida existe un algo que desplaza la nada, porque Dios nunca muere. La chica ángel recitaba ahora el poema-arrullo de Paz, amar es combatir: si dos se besan, el mundo cambia. Teo se inclinó sobre la tierra y la besó como a la amante. El ángel y el guía desaparecieron. “Lo único que da sentido al mundo es la batalla perdida del amor, atacada con todo el coraje del que se es capaz”. Teo llenó su carrizo y, alzando su sangre de agave al cielo, brindó: —Diushi pe lii, que Dios esté contigo, Isa.

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autor Armando Vega-Gil
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